domingo, 29 de diciembre de 2013

Hank Jones - Upon Reflection

Su madre la llamaba por cuarta vez escupiéndole al oído, apaga esa música y ven a comer!
Su padre se acercaba con las botas de hierro y rompía el silencio de su pelo, pareces una morsa seca hija mía.
Su hermana se acurrucaba en la ventana abierta, con las lágrimas como palabras que gritaban, si no me haces caso me derrito como una princesita triste que seré.
Sus hermanos caían por los suelos chillando ven! ven!, y luego, corre!, corre!, y luego, vete al pairo!, mójate o eres tonta!, cataplasma descompuesto!, estropicio de algas verdes! Y chillaban sudando el esputo que luego tiraban al suelo: has sido tú!
Y ella, a veces, cuando por fin estaba sola porque la siesta caía sobre la casa como un consuelo, casi como un sacrificio, sonreía ligera sobre la cama casi como sollozando en la sonrisa, y se metía despacio un dedo entre sus piernas; entonces la veías sonreír un poco más y su cuerpo se hundía entre las colchas y a veces gemía contrayendo la almohada y las venas del cuello se extendían como medias y cerraba los ojos como cuando se sentía reinando bajo la ducha que la envolvía: saltando y gimiendo en la cama y frotando y metiendo cada vez más dedos que se hundían entre sus piernas hasta que ella misma, ella entera, ella ser, ya estaba ahí dentro: toda ella ahí dentro.
Entonces sí que la veías sonreír con todos los ojos y todas las piernas del mundo: sonreía mirando los calamares que se enroscaban entre sus pelos, los cuscurros de pan que flotaban muy despacio en esa especie de líquido pastoso que la envolvía allí dentro; a veces veía pasar un plato combinado de papas asadas y una pierna de cordero y ella comía tranquila hundiendo los dientes como si la vida sólo se hubiese hecho para eso; a veces veía una ballena blanca y gigante que llevaba banderas atadas en la cola y susurraba canciones de las divas que a ella más le gustaban; a veces y casi siempre encontraba una cueva oscura de paredes esponjosas y allí se escurría con los salmones que abrazaba y los erizos que le habían dicho los secretos para disolver las espinacas de su madre; y allí dormía: no soñaba: contaba hechizos a los niños alrededor de una hoguera: los niños contaban con los dedos: los dedos eran piruletas: los colores parecían amapolas: la hoguera seguía crepitando: los niños dormían abrazándose a sus lados como un castillo de naipes que se desmorona sobre una sola carta en pie que permanece, dónde?, decía despertando la cueva, dónde? y las llamas las miguitas de cuscurros que se esparcían en su lecho, cómo?, buscando la grieta que llevaba arriba-abajo en un tiempo que no se puede comprender.
La primera vez que encontró la grieta pensó que allí las cosas sólo podían subir, hasta que la grieta también fue su grieta y pensó que también las hojas y las ramas podían bajar y se sumergió hasta al fondo diciéndose en el buceo: abajo-arriba, ser dormida como ser los dedos pues la alcachofa no se arrima y la casa es calabozo, catapúm chimpón, búscate la vida o búscate un negocio, nadie se santigua por tus días, nadie se preocupa por tus ojos, encuentra la pócima el ámbar la costura que se enrede con las cosas y las cosas convertidas puedan ser lo realmente hermoso.

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martes, 17 de diciembre de 2013

Ahmad Jamal - Ahmad's Blues (complete live at the Sptolite Club)

El pianista invisible toca sólo con la mano izquierda y desaparece cuando le da la gana; no hace falta, dice, espera, que me voy a por un cucurucho de papas fritas, mientras el del bajo sigue con la mirada fija en una mancha del cártel de la línea azul y la batera el mismo ritmo que marca saltando ovejas, hasta que, zas!, vuelve al piano y, zas!, cambio de ritmo!
No tiene mucho sentido, pero yo le miro en uno de esos túneles de metro larguísimos y desguazados, es decir, miro su espacio, y pienso: esta es la canción más larga del mundo, y mientras lo digo no puedo dejar de mover las piernas como si tuviese catalepsia, la canción más infinita e invisible del mundo porque puede ser todas las que quiera y sólo hace falta la mano izquierda dándole al manubrio para que salga por una esquina y vuelva por la de más allá. De verdad, es como el correcaminos dejando una estela entre las montañas rocosas, lo que pasa que aquí el espacio es siempre el mismo y el pianista invisible siempre vuelve al mismo lugar porque siempre tiene que seguir tocando pero su sonido hace eso: corre que te pillo dejando una huella donde estuvo, el hueco vacío por donde no puede volver a pasar!, como si sacásemos de una mazorca todos los granitos y ya, claro, no los podemos volver a comer, pero tampoco los comimos, así que dónde están? Yo digo que en el bar tomándose una cerveza bien tirada, de esas de golpe en la barra para que la espuma suba, aunque mis amigos dicen que siempre es pacharán, pero no les hago ni caso, el pacharán es para las noches de niebla y fiebre y la cerveza es lo que los pianistas invisibles y sus sonidos toman en los bares del metro, que todavía existen, se apoyan en las esquinas de las barras y aspiran el olor a tostadas y miran el escote de la camarera que es un poco bizca pero con los labios pintados de azul no hay quien la quiera más. Por eso, cuando pasas por el túnel larguísimo y destartalado de la línea azul, puede que él esté ahí o no, objeto ausente o presencia invisible, pero seguro, de verdad, que si te paras un instante y pegas el oído a una pierna y miras al batera con cara de insomnio y al bajo que parece sonámbulo, el sonido aparecerá, aunque esté dando vueltas estará ahí y podrás escuchar la canción más larga del mundo, y entonces, sólo entonces, entre tus manos tendrás la mazorca gigante con todos los granos amarillos más gordos que nunca se han visto y, si quieres, te los comes, aunque yo siempre me los guardo para la noche, debajo de la almohada, por si acaso, en sueños.


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jueves, 28 de noviembre de 2013

Hank Mobley - Thinking of Home

Una grieta, María!!
Una grieta bajo mis pies, Josiño!!
Una grieta en las escaleras de mármol y en los bancos de madera donde los viejos se sientan con sus muletas apretadas, una grieta que se traga incluso la arena de las playas!!
Madre mía qué grieta, Pepe.
Por esa grieta salía un sonido peculiar y entero y sobre todo profundo: sonaba con caracoles y ostras y mejillones y lapas y a veces con algo de tierra húmeda y a veces con algo de lava que, seguro, María había plantado en su huerta para el goce de los vecinos. La lava se fundía con las palabras de todos los que se arremolinaban en torno a la grieta y el sonido les mecía un poco (o quizá era el agua, quizá el viento) y el sonido les hablaba aunque ellos hablasen con palabras y con palabras gritasen la grieta.
Ay la grieta, María...
Yo intentaba reproducirlo (el sonido) y gritaba desde mi cuarto: Justine, Justine!!, y a veces respondían voces de gaviotas que se asomaban a la grieta que había partido el pueblo, voces de gaviotas que para mí eran como albatros o palomas mensajeras que traían la nota de Justine.
Justine, Justine! Dame la nota oscura!
Y mientras, todo el sonido seguía escurriéndose desde las profundidades de la grieta y los vecinos se mecían cada vez un poquito más y sus voces se combaban y formaban un embudo muy extraño que yo intentaba reproducir (el embudo) mirando desde la ventana, pensando, ¿acaso la grieta no es una grieta?
Porque no sé muy bien cómo, la grieta me parecía lastimera, casi de risa, casi una parodia de herida real. Qué era la grieta, qué habíamos visto ahí y qué veía María y Josiño y el perro que movía la cola contento de estar todos juntos. Yo pensaba, asomándome al agujero porque esas cosas hay que vivirlas de cerca, pensaba: de lo profundo viene el sonido. Pensaba: el sonido profundo me sabe templado y calentito y aquí afuera todos llevan bufandas y abrigos polares para taparse las orejas. Pensaba: abajo están las notas, arriba está la grieta. Y al final, cuando el sonido se expandía y la grieta parecía abrirse aún más, los vecinos bailaban agarrándose las solapas del otro y María besuqueaba a un marinero tuerto y yo seguía reproduciendo los sonidos que eran embudos, con dos pianos y el perro lamiendo las heridas y el vaho que se escapaba de nuestras bocas y que ahora empaña las ventanas del pueblo cada mañana.

La grieta la han tapado con alfombras del chino. El sonido me sale bien oscuro, con Justine abrazándome por las noches en la casucha que me construí (con cuatro tablas) en un recodo de la grieta, bien abajo, al calorcito.


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lunes, 4 de noviembre de 2013

Wynton Marsalis & Eric Clapton - Play the Blues

Cada vez que escucho la canción veo ciervos. Un montón de ciervos con las astas que tocan las puntas más altas de los pinos caminando en las veredas y en los cruces de caminos de bosques atardeceres y montañas al fondo como dientes escondidos en la encía de la luz filtrada. Cada vez que escucho la canción se me pone dura la nuca se me enfilan los pelos me tiemblan las cejas, y los ciervos son verdes y son rojos y todos caminan diferente pero todos a la vez. Cada vez que escucho la canción me parto de risa y busco helados gigantes y enseguida salgo a la calle y camino más cerca de ella aunque nunca sé dónde está. Está ahí. Seguro. Ella es como los ciervos. Es ella los ciervos?? Ja!!
Pero caminar es acercarse, creo, y camino buscando pesetas antiguas en los ojos de las mujeres desnudas y en los párpados de los borrachos y entro en un bar de siempre donde la luz es tenue y amarilla y los camareros hablan rimando como todos los antiguos y todos los futuros, aunque no tienen librea ni saco, tienen pezones fosforitos (la mayoría amarillos) y babean cuando alguien habla de la luna. Hay mesas y hay sillas de madera y taburetes y al fondo una mesa de billar donde dos calvos mueven las bolas esperando predecir el movimiento de los planetas. Y la negra siempre se escapa. Y la canción sigue sonando (no sé dónde) y veo ciervos en mi jarra de cerveza y en la barra pegajosa y veo animales que salen de los escondites de la comida. Hay guacamole! Toma ya!!
Alguien grita yeahh a la guitarra y yo me parto de risa otra vez porque los pulmones no aguantan y por mucho que parezca que todo va sumamente rápido no es verdad, todo está en su ritmo, porque los ciervos caminan los pedazos de la tierra que deben caminar y un borracho de barba montañosa se me acerca al taburete para preguntar sobre las constelaciones y los cachorros de coyote que llevo en los bolsillos de la chaqueta. Todo eso es el ritmo.
Cómo es que funciona todo?
Me dice que no lo sabe, con la lengua larga y los dedos tarareando y el sombrero ladeado. Me dice que bebe, me dice que en la cerveza están las estrellas y en el pacharán están los pumas que son sólo piel y se le aparecen por la noche en jaulas gigantes para hablarle de resurrecciones y números impares.
Y siento la canción más fuerte: este hombre es parte de la banda!! O la banda es parte de los hombres??
Pero tengo que salir y le abrazo como puedo y la calle es como caminar sobre la sábana de un palacio y las farolas son ella y me acerco y las farolas son vendas y las aparto y las farolas no son nada y son todo. Y camino para volver. Volver a dónde???, me dicen. Ja!! Como si no lo supiesen. TÍRAME UN BESO.

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lunes, 21 de octubre de 2013

Tommy Flanagan - The Trio

La ciudad está llena de líneas que no consigo ver. Líneas de metro que convergen y terminan en callejones sin salida donde la única opción es cerrar los ojos. Líneas de metro que ruedan y circunvalan las calles y avenidas que son más líneas que sólo desde algún mapa de la ciudad podría diferenciar y decir, esta cruza con aquella, la otra rodea toda la ciudad, esta calle camino, esta calle me corta. No veo las líneas de teléfono que hablo, no veo las líneas que bifurcan alcantarillas (mi agua, dónde está mi agua llena de peces radioactivos) y a veces me obsesiono y miro por la ventana las líneas que son el recorrido de la gente caminando para comprar el pan. A veces veo algo: un guante que se desliza de una mano y todavía huelo la crema hidratante que los dedos deslizaron, una barba llena de musgo donde crecen madreselvas escondidas en la nariz, los latidos de la mujer que trabaja en el edificio de enfrente cuando saca la fregona y baila un vals frente a la ventana. 

Y luego está el clic.

                                  

El clic sólo pasó una vez y siempre lo busco por las cuestas que camino, mirando los ojos de los otros, mirando muy dentro si me dejan, mirando muy fuera si no puedo otra cosa.
Es difícil explicar el clic, casi como un cambio de escala en el que la canción que caminaba cambia de tono y pasa a las uvas y las fiestas de corneta y gorritos de cartón y tú sólo escuchas la canción y no piensas ni explicas ni nada de eso. 
Yo sólo veía un vagón de metro en una línea que había de terminar, un vagón de gente que trajeaba sus miradas con corbatas de seda azul y anillos de diamante, un sitio más bien apretado donde el silencio era como una gripe contagiosa y lo podías sentir rodeándote al estilo abrazo cálido de manta roñosa que te supura fiebre. Incluso el mariachi que quería cantar parecía no decir nada y por eso salió del vagón y ni siquiera pasó la gorra. 
Fue siguiendo el camino del mariachi que la vi, sentada diminuta entre dos señoras que tejían patucos con agujas gigantes. Ella parecía no estar, porque ella sólo miraba con ojos enormes el techo del vagón, casi como un gato pensé, como cuando los gatos miran fijos un punto porque, yo creo, ven cosas invisibles en ese punto, cosas que seguramente no existen como cosas ni como palabras, cosas que existen, digo yo, pero que sólo veía en sus ojos como reliquias de amor y ángel. 
Ella miraba el techo, y al mirar, en sus ojos enormes torbellino, yo veía una señal de tráfico tumbada en una encrucijada de tierra y miel, veía lápices de colores que parecían plastilina esparcidos sobre la cama de una mujer desnuda, veía pezones que sonreían la luna nueva por ser lamidos, y luego vi agua y cataratas y un delfín que sólo volaba por encima del océano como un aspersor de pequeñas gotas brillantes. Durante todo el trayecto vi hadas saltamontes en sus ojos que no dejaban de mirar el techo y luego, de golpe, ella abrió la cara y salió del andén como si el techo hubiese cambiado de vida y ahora fuesen las calles, la boca de metro que nacía de una avenida transitada. La seguí hasta llegar a un bar y vi su sonrisa donde había conejos saltarines en cada encía y uno o dos barcos piratas que surcaban la lengua. Pasé a su lado y olí un perfume lleno de tierra mojada y arcilla en las manos. Me senté a la barra y la vi hablar con un hombre y vi a un hombre hablar con ella. Parecían comerse las palabras del otro y él sonreía como ella, aunque un poco más triste o un poco más cansado. Cuando ella se asomó al balcón de la mesa y le besó en la boca, todavía sonriendo, todavía con los ojos como si viesen en el techo del café la luna que llegaba desde afuera, entonces me dije, deja tranquila la vida que existe y vete a casa caminando por la acera y camina por la línea y camina por tu línea que te enseñaron sus ojos. Y esa noche, cuando llegaba a casa, había visto millones de cosas en cada hueco de alcantarilla que me cruzaba, en cada marquesina de autobús donde un anciano esperaba mirando el reloj de su muñeca como si el autobús, me dije, fuese a aparecer desde la manilla de las horas, como si el bus, siempre y de verdad, llegase del tiempo, sin importar cuánto quedaba para aparecer, siempre presente, siempre real. 



lunes, 14 de octubre de 2013

Pee Wee Russell - Swingin' with Pee Wee

Él se sentaba en la barca para pescar con su clarinete.
Era un lago o un mar o una cantidad de agua que se extendía, quieta, hasta las montañas y volcanes y las selvas que rodean normalmente al agua por un lado, mientras que por el otro costado era sólo mar o lago o una cantidad de agua que se extendía hasta perderse y fundirse con las nubes que eran bocas todas lamidas por la brisa y él, él allí, con su barca en mitad de algo que era nada y era muchas cosas, extendía el clarinete hacia el cielo y hacia la humareda gris que salía de la cima de algún volcán y junto con un agudo potente y desgarrado que iba descendiendo hacia estas letras de esta entrada salía un hilillo casi transparente pero casi azulado y con un brillo que parecía plata labrada y el hilillo sostenía un anzuelo que a él siempre le recordó a esos atrapasueños llenos de plumas que se cuelgan en las cunas de los bebés y asomaba la cabeza separándose un instante de la boquilla para ver el anzuelo de sueños que descendía por el agua del lago, entre sombras grandes y pequeñas que deslizaban sus cuerpos a toda velocidad, como un remolino que giraba a su alrededor, alrededor de su barca y su clarinete y alrededor del sonido que seguía sonando como llamadas a los coyotes que se amontonaban alrededor del agua, en las orillas de la selva, como espectadores privilegiados de la pesca del pez fantasma.

Ese era su juego favorito, aunque llamarlo juego sería como decir que jugaba porque jugar era su vida, con lo cual también se podría decir: esa era su vida favorita y sería lo mismo, porque a veces cerraba los ojos y escuchaba como muy de fondo, casi como un susurro, el acompañamiento de alguna trompeta o una escobilla que apenas roza los platos de la batería y entonces, entonces, había una pequeña sacudida en el agua, y también un escalofrío en los tendones de sus dedos y un espasmo en su bigote de gentleman inglés que le hacía abrir sus ojos y agarrar con fuerza la caña de su clarinete, y entonces, entonces él SOPLABA al revés, con los graves más graves de un instrumento, y mientras las notas se alzaban hacia el humo, alzaban de las profundidades las sombras más pequeñas y el cuerpo más grande de un crustáceo galipódolus, un hermano de sangre del pez fantasma en su versión de ballenato.
Después, después el agua quedaba tranquila y el pez fantasma se esfumaba en el humo de un cigarrillo larguísimo que él aspiraba sonriendo, cerrando los ojos, tocando tranquilamente el cierre de una pieza en do menor que es la misma pieza que ahora se puede leer aquí (con matices, claro), mientras esperaba recostado el momento, el tiempo exacto, la entrada perfecta para el siguiente tema, el timing que le haría buscar entre las sombras el brillo de un pez dorado en las profundidades, que le haría soplar las notas que elevaban el humo y las nubes lamidas de alcanfor; esperando la tranquilidad de la meditación del swing, lo que otros llaman la cara oculta del pez sonido, el tiempo en el que cuando se mira, se toca hacia dentro pero se vive hacia afuera.


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miércoles, 2 de octubre de 2013

Zoot Sims & Eddie "Lockjaw" Davis - The Tenor Giants


Detroit, 2 de octubre de 1975.

Amigos,
hasta ayer viví en Siberia y allí era como si no existiese el calor.
Allí comíamos empanadas de piedra cada día rodeados por esos muros gigantes que parecen granito pero en realidad son como una boca enorme tremendamente abierta que engulle incluso la oscuridad y sólo deja el frío, ese maldito frío que se te metía por las fosas nasales y era como si los pulmones se hinchasen de hielo y nosotros, tumbados en el patio, sólo esperábamos el primer sol para ver si por fin calentaba, pero no, era imposible, y aún así salíamos con nuestros harapos hasta la tierra que alguien quería que plantásemos aún sabiendo, y todos lo sabíamos, que en esa tierra helada nunca podría crecer una maldita coliflor. Pero la cosa era así, colegas: nosotros trabajábamos. Trabajábamos la tierra como en los cuentos de los rusos que nunca me llegué a creer y a veces girábamos los ojos y veíamos ahí detrás los muros que eran dientes y nos esperaban de nuevo para engullir la vida y casi preferíamos seguir trabajando y lanzar la azada contra esa tierra dura y resquebrajada porque eso, trabajar, nos permitía un instante, un tiempo que aunque no lo sabíamos era lo único que nos quitaban, pero sí, la azada era un tiempo, un suspiro, un cerrar los ojos mientras ella caía, un olvido. ¿Sabéis?, mi azada tenía un nombre, se llamaba Julia y a veces quería abrazarla y otras quería cruzarle la cara para que por fin me abandonase y pudiese conocer algún otro hombre que tuviese calor en sus calzoncillos. Nunca lo hizo y yo nunca la abracé, y a veces la gente de Siberia nos traía unos vasos de arcilla llenos de leche fétida que nadie se atrevía a tomar porque en el fondo sabíamos que eso era el veneno y que los muros eran el veneno y la azada era el veneno y sabíamos que nadie quería estar allí. ¿Por qué estábamos allí? A veces recordaba el estuche del saxo que todos habéis visto, ese de piel de cocodrilo, y pensaba que aún estaría reposando en algún estante del trastero de mi tía allá en Detroit, y me decía: odio esto, y me decía: no puedo más, pero de alguna forma era imposible levantarse y salir de allí por mucho que las puertas nunca se cerraban y no había vigilante e incluso creo que no había nadie, que no había nada. Pero las piernas no tenían impulso y todavía quedaba la posibilidad de que al día siguiente el sol calentase un poco y la tierra se abriese un poco y todo fuese un poco mejor con Julia y que algún día viésemos crecer el tallo de una cebolla.
Por eso, amigos, esto es tan importante.
No os puedo decir exactamente cómo salí de allí. Creo que un palo se rompió y alguien cayó contra el suelo y los dientes salieron disparados de su boca y alguien silbó al aire y un pino, allí a lo lejos, empezó a moverse y yo también empecé a moverme y lo siguiente era estar caminando como un profeta por la estepa, caminando sin nada más que caminar, caminando como si no caminase porque ya no había tiempo. Luego encontré el saxo y os encontré en una taberna donde bebíais vino caliente en jarras que parecían barriles y por fin dijisteis cuando me habíais emborrachado: vamos a tocar a alguna parte. A lo mejor estamos tan borrachos que no sale más que un soplido, pero eso no es lo importante.
La cosa, colegas, es que ayer estaba en Siberia y hoy, antes de salir a este sitio donde el humo de los pitis parece la niebla del puerto donde me embarqué, hoy soplo el saxo y del telón y de las sillas y de las mesas veo crecer miles de alcachofas y coliflores gigantes y árboles frutales verdes y amarillos, y vosotros sonreís porque vais igual de pedo que yo y allí, al fondo de la sala, hay un coyote que sonríe con los dientes mirando la luna que hay detrás de mis ojos, la luna muy dentro de mis ojos, la luna al fondo de mis ojos. Hola Julia.

Abrazos y que esta mierda nos salga bien,
Bocaprieta Eddie.


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sábado, 28 de septiembre de 2013

Tete Montoliu - 1995

A él sólo le importan dos cosas en el mundo: tocar el piano con la mano cambiada y escuchar el fútbol. Por eso vive en una sala de vals, donde todos, tan bien vestidos y ataviados de disfraces y colgajos de época victoriana (tan olorosos), van dando vueltas y girando y dando vueltas en un baile de medias blancas y sonrientes por el suelo de madera mientras él, Tete, en una esquina, mueve la cabeza adelante y atrás al ritmo de sus pedales y sus dedos, al ritmo del penalti que grita la radio, imaginando patadas voladoras y rechaces a media voz, sobre todo imaginando goles por la escuadra que levantan el césped hasta dejarlo a la altura de la luna.


También es un poco cegato, y por eso le da igual si le ponen una tele en la sala de vals donde vive (él vive en el sonido), y por eso cuando una mozalbeta de corsé subido de tono y pomelos en las mejillas se le acerca para charlar de la alineación del Barça a él no le queda otra que palpar: la música se para un instante (para eso está el contrabajo) y sus dedos acarician de todo lo que se puede acariciar, y aunque a veces empiece por la nariz vaya uno a saber por dónde puede acabar! Es un momento de cierto escándalo (para está el contrabajo) y las medias se detienen y ya no hay baile ni giros y depende de la mozalbeta soltar un grito de ayuda y muerte al violador o un gritito de esos solapados que parecen salir directamente de la entrepierna, normalmente húmedos. A veces aparece un coyote por entre la sala y todos se vuelven locos venga a correr que nos come, aunque lo más normal es que Tete se desconcentre por un tiro al palo o un fuera de juego de esos difíciles que siempre acaban con una tangana de circo, y vuelva a palpar sus teclas y su pedal y sonría de lado al contrabajo (para eso está) y también sonría de espaldas al coyote, que ahora mueve la cola bailando con la mozalbeta, y todo vuelva a girar y dar vueltas y girar en esa sensación que le envuelve todo el rato: como si todo fuese muy serio y muy cómico al mismo tiempo, como si todas las cosas estuviesen pasando y todas las cosas pasasen de la misma forma y no importase realmente: no importa nada salvo seguir girando y dando vueltas y palpando y tocando sin fin.

En realidad, él vive en la sala de vals porque nada puede detenerse, porque cuando se detenga todo se detendrá y Tete ya no podrá palpar más medias ni pomelos ni teclas y caerá rendido al suelo de madera y el coyote se tumbará a su lado y aullará un último sonido que termine la canción, mientras el árbitro cuenta el descuento y los balones vuelan de un área a otra y los porteros fuman puros larguísimos esperando a que alguien pite algo, o que todo vuelva a empezar.
Algunos lo llaman el síndrome de la prórroga.
Para Tete era la belleza del arpegio.

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miércoles, 25 de septiembre de 2013

Lou Donaldson - The Natural Soul

Siempre le veo apoyado en una farola, en mitad de la calle como un poste perezoso, camaleónico, inclinado sobre su saxo apenas rozando con sus dedos las teclas más graves.
Ojos cerrados boca apretada Lou le llamo.
Para otros, su nombre es tan sólo el vagabundo más lento del mundo.
Yo diría que es perezoso.
Desde aquí arriba sus dedos parecen estalactitas que se extienden como arterias por la farola. La gente de la parada del bus le observa con una sonrisa partida como si estuviesen diciendo cuándo va a empezar a tocar de verdad, cuándo empezará a caminar rápido o a tener prisa o a coger el bus en el último segundo cuando sales de casa sudando porque no te dio tiempo a terminar el café.
Algo así.
Pero boca de rana Lou es perezoso, y ahora empieza su segundo tema de la mañana sin detenerse a mirar si alguna moneda cayó en el estuche abierto en el suelo o si las gaviotas se llevaron la pana de una mujer hermosa. Dedos quietos es su estilo, y sólo importa eso.
No sé entenderlo, de verdad, pero puedo mirarle durante horas.
Sólo importa el sonido, como si cada nota costase un mundo al despegarse y el peso fuese tan grande, el peso de la parada del bus y el peso del panadero que grita las ofertas, la mirada de un segurata que fuma afuera de la tienda mientras él permanece, y él está, desplegando poco a poco articulaciones seguramente antiquísimas que devienen de manos parsimoniosas y a veces pienso que su padre debió de ser relojero con lupa y anteojos diminutos moviendo los engranajes de un cuco poco a poco para que todo encaje de una manera absolutamente cierta.
A veces estalla en un grito agudo que parece soltarlo todo y se despega de la farola y sus rodillas se estremecen como si cayese todo el polvo y todo el hielo que se había entumecido en su cuerpo. Entonces suelo imaginarle, pequeñísimo, escondido detrás de las teclas del saxo por donde el aire se debe colar para que suene algo, como un cachorro en su madriguera asomando desde el metal, como un niño perdido que ya no tiene Wendys en su vida, o quizá sí, pero Wendy se cambió de camisa y ahora viste cañas rasgadas y un metal que ya perdió su cromado y el abrazo de Wendy es la abrazadera donde apoyar su sonido.
Le miro, le miro, y todo sigue igual.
Algunos corren por detrás de él o saltan su estuche para llegar hasta el bus, que va a salir!, que sale!, mientras el gitano grita en una esquina, que se me escapan que se me van que me los quitan de las manos estos melones señora!
Puño tranquilo Lou permanece. Y abre los ojos apenas una rendija mirando al cielo, quizá sonríe, no llego a verle bien desde aquí pero creo que sí, seguro que sonríe. Por eso es el vagabundo más lento del mundo, reposando sobre sí mismo, escondido por dentro de los engranajes de su saxo desplegando los sonidos perezosos que le llaman desde dentro.
A veces creo que me llega el olor de su tranquilidad, y entonces me digo: no importa entenderlo.

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viernes, 13 de septiembre de 2013

Joe Henry - Blood from the Stars

Trouble is so underrated

Sangre de estrellas, muerte a la tormenta.
Espadas suspendidas en los calzones. Amuletos ocres, caminos oscuros de farolas carcomidas.
Porque la tormenta soy yo. Soy rayos y relámpagos y los cuchillos que atraviesan el corazón cada vez que miran tus ojos llenos de barro y musgo y brotes de amapolas.
Hay una guerra, una guerra contra el plato llano y la penumbra del desierto. La guerra que libran los bandos del quiero el peligro en cada esquina, las voces de el amor es el presente, los labios que gritan bajo alguna lluvia ácida: he venido a traer la espada, no la paz; he venido a cazar al pozo, a contar su historia cuando todo esté limpio.
Son un montón de voces que llaman desde el descampado, voces que hacen, voces que sienten mirándose a los ojos traspasando el polvo de una noche de verano donde nunca llueve. Porque las voces son la lluvia, y desde lejos se ven las luces de la ciudad que vamos a arrasar. Un ejército de hartos marsupianos y sucios malabaristas de copas y alacranes que sólo saben gritar y cortar la tela que nos envuelve y saltar al abismo con una mano entre las piernas y la otra blandiendo el relámpago de la emoción. Un ejército que camina despacio porque quiere el rayo y quiere la tormenta que son tus labios y quiere morir en cada espasmo, señorita Pasión, mujer llena de peligros y escuadras afiladas, llévame a tus tripas, llévame a tu salto.
Todos decimos lo mismo.
Todos venimos a traer la piedra.
Todos venimos a lanzarla, y a separar a los padres de sus hijos y a las esposas de sus maridos.
Muerte a la tormenta, porque la tormenta somos todos.
Viva el peligro y viva la voz que lo cante, aunque sea en un hueco de alcantarilla.

Y caminamos, caminamos. Y cada vez estamos más cerca, aunque sabrás si realmente estamos cerca.

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martes, 10 de septiembre de 2013

Silvia Pérez Cruz & Javier Colina Trio - En la imaginación

En la imaginación ella canta mirando por la ventana, mirando hacia fuera, mirando la calle donde estrellas y manos agitadas, farolas de lumbre, bicicletas caracol y la acera llena de flores que crecen aunque nadie las riega si no es por la noche.
Ella riega las cortinas con su voz.
Ella canta despacito oliendo las formas que sabe a su alrededor. Y dice:
quién serás tú que me invitas a amar.
Y la luna tiembla. Las formas se abrazan también despacito porque el calor es su hueso y el calor es su espalda. A quién dice ella, porque dice a todo: canta a la calle que mira y le responde con un soplido que casi apaga las lumbres doradas. A quién dice si no es cada puerta y cada eslabón del sueño, cada sombra de autobús, cada parada en la esquina de jóvenes borrachos que también cantan sus carrozas y sus alas, con las manos al aire y los labios despeinados.
Ella ríe y parpadea con sus brazos de señora y sus ojos de aprendiz. Ríe de sombras esperando el piano que aparezca doblando sobre ruedas por la calzada. También tiembla ella, porque la luna es su amiga, desnuda mirando por la ventana en un cajón que es su latido. Y las luces titilan en carcajada con su sonrisa y los árboles tambalean en el ritmo que ella les canta para seguir. Sin dejar de reír, sin dejar de llorar en el espacio del piano, acodada en la ventana.
Y todos saben que ella ríe porque ahora dice:
sospecho que tú eres, que tú eres nadie.
Y en la imaginación, cuando ella dice nadie siempre dice todos.
Y cuando dice todos es amor.


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miércoles, 4 de septiembre de 2013

Donald Byrd - Chant


Ellos comen alcachofas para desayunar, eso lo sabe todo el mundo.
Se les puede ver a través de un cristal tintado cuando se sientan (todavía medio dormidos) y sus cabezas se inclinan sobre las alcachofas que van abriendo hoja a hoja, despacio, hasta llegar al corazón blando y jugoso que empapan con aceite y vinagres frutales.
Entonces se detienen, respiran. Se miran entre ellos y sonríen porque, claro, todo el mundo sabe que en el centro de las alcachofas se puede ver el futuro y el pasado (y también el alma si pones mucho empeño) y por eso ellos lo miran muy quietamente como si mirasen, por dentro de sí mismos, las cavernas donde se bebe agua de los ríos negros y los suelos oscuros de baldosas anagramas y el altar del perro y la chicha ardiente donde uno siempre se puede decir: aquí está el meollo, este es el centro y a partir de aquí cantamos.
Luego ya no se les ve. Ya se han comido los corazones y se levantan muy rápido, y el cristal es muy grueso para escucharles eructar. Los platos quedan recogidos y ya no hay nadie salvo un sonido como un frssss de cortinas que se deslizan del mundo (seguro que cortinas grandes y pesadas, rojas).
Es entonces cuando empieza la música y viene desde un lugar que no se puede ver: un canto en el que vuelven la sonrisa a la alcachofa-imagen que quedó por dentro de sus ojos: la alcachofa misma, la alcachofa-mito de donde salieron todas las alcachofas que uno puede comer y mirar en el mundo. Por eso todos hablan de lo mismo, aunque en sus propias voces de barítonos y solitarios, o de agudos sobreagudos que se empapan en las paredes del estudio que yo imagino llenas de liquen y musgo, como un útero de alcachofas en las que se convierten ellos mismos muy despacio o muy rápido (según el flow de la canción). Porque, esto lo sabe todo el mundo, en las alcachofas están tanto el blues como el soul como la tristeza y el salto al aire con palmadas y algarabía, y sólo depende de ellos recordar la alcachofa melancólica cargada de amapolas mustias, o imaginar la alcachofa profeta que contaba la historia de una chica emocionada por vivir. Y, claro, imaginarla es tocar un canto para ella, para la chica que también fue la alcachofa: su mujer, su amor y su destierro, su lento caminar.

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sábado, 31 de agosto de 2013

Dave Brubeck - Live in Belgium

Un auditorio no demasiado grande en una ciudad no demasiado grande. La gente se viste de gala, se miran al espejo, se sonríen al espejo, ellos, oh, toda materia.
Dos niños llevan chocolatinas grandes que se derriten en sus bolsillos. Los mayores beben cerveza y vinos sentados en mesas cuadradas. La luz todavía está encendida, porque cuando se apaga, cuando los murmullos se absorben en la oscuridad como si cortinones rojos de magos e ilusionista, ya no existe el auditorio pequeño de una ciudad pequeña.
Del escenario, como si nada, salen cocodrilos arrastrándose por los pasillos, con capas doradas que sólo brillan por la brasa de los cigarrillos encendidos. También aparecen serpientes pequeñas y larguísimas que sonríen con los ojos y llevan bandejas de plata con millones de polvorones que nadie se atreve a tocar. Hay un sol tapado por las mantas, una luna que se extiende por los ojos y en las mesas quedan botellas de vino vacías. El escenario es de sombras, y ellos son las mismas sombras que soplan y percuten y abren las tripas para que aparezcan los coyotes que se esconden en la noche de Helsinki, donde la niebla es siempre a las cabezas y sólo hay risas y avenidas vacías de coches, pero llenas de semáforos azules.
Todos ellos parecen hipnotizados cuando termina el primer tema y los conejos se quedan en el borde del mundo que todavía pueden pisar (cuando no hay sonido). Nadie sabe si aplaudir, qué es eso de aplaudir, a qué deben aplaudir. Todo es un fenómeno visual, dice un hombre en monóculo tendido, no se preocupen. Pero las madres siempre se preocupan. Si hay otro mundo, hay otra canción. Si hay otro, es que no sólo es esto. Y si es esto, la serpiente es mi amante y las sombras son mi mundo.
No todas lo hacen, pero alguna sube al escenario cuando comienza un nuevo tema y los hilos de lana salen de un contrabajo y se pierden en los ojos de todos y todas en un auditorio que es enorme, porque durante un instante (quizá una milésima) alberga las imágenes que los sueños de los hombres han llegado a ver.

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martes, 27 de agosto de 2013

Stanley Turrentine - Blue Hour (complete sessions)

Gene Harris siempre habla en voz baja, aunque siempre se le escucha.
Stanley Turrentine a veces grita, a veces mueve la boca como si quisiese decir algo pero sólo salen rotuladores gordos, mantas gigantes que alguien dijo una vez fueron alfombras voladoras.
Pero no pierden la postal (este cuadro). Ellos saben dónde está el flow, su flow de barco inmenso transatlántico que flota en la bañera de una mujer hermosa. Así nena, de un lado a otro, baila así déjate llevar, posa un pie, siente que flotas en el siguiente porque sólo esos dedos te están sosteniendo. Y ahora, ahora, cae hacia el otro lado, así, como un balanceo, como si estuvieses borracha y mareada, así: apóyate en tus uñas carmín leones del pie contrario. Pareces un patito hermoso que ha perdido su rana. Un patito hermoso y desnudo. Por eso sonríes, ¿verdad?
Todo flota, ese es el lema: todo se mueve en la inmensidad. Del agua sale un brillo, una forma, una hilera que es siempre la misma para todos: las Nereidas juegan alrededor de su saxo como si todos ellos tocasen en una pecera. A lo mejor esa es la hora azul y no tiene nada que ver con una nota, con dos, con una escala que seguramente inventaron en el último piso de un edificio pequeño. A lo mejor es eso, una pecera enorme dentro de un barco antiguo, hundido en la tripas oscuras casi en el fondo del mar. Porque el agua tiene un ritmo, un eco. Tiene tambores. Tiene a un tipo gigante que golpea el suelo con su pie, marcando. Pero sobre todo tiene caída, o más bien la esperanza de una caída que no llega del todo: ese balanceo (este cuadro) que se mantiene en el aire, expectante, y a veces, al verlo, imaginas las pequeñas burbujas que salen de tu nariz al bucear, cuando las ves ascender despacio, como si jugasen con su movimiento, y aunque sabes que suben, en ese momento, dices: las burbujas son la caída, las burbujas son la repetición, el movimiento de cada ola que sale de una cueva y vuelve a otra, todo el rato, sin parar. Por eso ellos tocan en la playa y cantan a Ylajali, con el runrún de baqueta, con las llamas de coro, con la luna de foco. La luna que parece sorber el aire, la arena, para dejar todo hueco al sonido, todo espacio a las chicas que pasean, de la mano, besando el mundo, escuchando su canción.

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sábado, 24 de agosto de 2013

Pat Martino - The Return

Ser desnudo, pensaba en el bus, ser con el alma al raso, recordando sus ojos margaritas, sus ojos timidez que estrechaban todo el movimiento de la estación (todos los vientos) para que nada se moviese realmente. Los taxistas buscaban maletas que cobrar y las viejas buscaban las manos de sus nietos que acompañaban la paz de un día de viaje, y mientras, su mano izquierda (tan grande) buscaba mi pecho, palpaba mi pecho como ciega de repente en un momento tan crucial, tanteando con sus dedos la emoción de mis pulmones, las palabras que no nos salían en un idioma tan vasto y extraño que ninguno de los dos dominaba del todo. Pensé que me palparía los ojos con sus uñas para ver la alegría. Creí que me sobaría las piernas para sentirme temblar pero dijo, como diciendo al aire (como desaparecida, como si yo ya me hubiese subido al bus), qué sientes.

Pensé la cantidad de veces que otra gente me había preguntado lo mismo y yo había cerrado el puño en el pantalón. Pensé en la playa que nos había mojado esa tarde. Pensé en la bruma (la vi), y de repente me vi diciendo tantas cosas como daba la lengua, cosas como ENCONTRARTE, como PEZONES, y LLORAR, FELIZ, y otra vez PEZONES (eran preciosos) y muchas otras cosas que entraban por su boca como si ella respirase a bocanadas (otra vez allí: ella, la diosa).
Sentí sus dedos que apretaban mi bolsillo.
Luego todo fue muy rápido: ella echó la vista a un lado; yo me olvidé la mochila en su regazo y ella un grito, ¡¡ey que te dejas tu espalda!!, y la vuelta; los pasos lentos de gigante en tambaleo; sus ojos que se entreabrían muy poco, desde abajo, sosteniendo mi mochila, sonriéndome tímida como una niña con helado y cucurucho, casi, pensé, como si ella entera fuese una postal-definición de la palabra TERNURA. Y me caí (o me abalancé) y mordí su cuello como un vampiro en éxtasis y busqué su mano para mojar sus pezones otra vez y volver a la playa y volver otra vez a la cama que nos había visto sangrar.
Luego ya estuve en mi asiento del autobús, y pensé que ella ya estaría en el asiento del taxi camino al aeropuerto. Pensé que sus dientes me habían rozado la lengua un segundo antes. Pensé que había visto sus ojos cantar como un gorrión. Pensé que lo de pensar era malísimo. Pensé: ya no pienses, estúpido, y enseguida tenía los cascos puestos y dije: aleatorio, y sonó una canción que dije: quién es este tío?, y luego, ah, Pat Martino, pero el otro Pat Martino, el segundo, el que volvía a su espejo traspasando las casas de Wonderland que cogía un micrófono para comerlo con patatas y cogía la guitarra al revés de cómo lo había hecho durante veinte años de su vida.
Luego vi llanos, y vi guitarras verdes y marrones que se comían todas las azucenas y todos los desiertos que surcaba el autobús, todas las montañas que quedaban tan lejos, tan atrás de cualquier otro paisaje que me suspiré a mí mismo y también suspiré hacia atrás.
Hasta ahí tenemos que ir, colega, me dije, hasta allí llega la carretera que vuelve y vuelve y no deja de girar siempre consumiendo más y más gasolina que sólo es humo y dientes y carne y pezones y mi verga empalmada en el recuerdo de una cama deshecha, y todo eso que ahora quedaba, ¡quedaba!, abierto: una llaga, pensé, un condón partido en la axila, y pensé (porque en el fondo era masoca), pensé: me encanta. Pensé: esta llaga es ella. La llaga es ella, ¡la diosa!, y a través de ella, como un tubo carnal, saldré por un espejo del país de las anclas y las ranas pegajosas, y saldré desnudo con el alma al raso con la llaga cubierta de pieles de pantera: con la sangre en la boca y una cueva oscura.


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miércoles, 14 de agosto de 2013

Pat Martino - Exit

Todas las cabezas miraban las piedras del camino.
Todos los ojos mojaban las estrellas por la noche.
Podía parecer una procesión, pero cada uno caminaba solo por mucho que sus labios se moviesen. Abrías las piernas y estabas allí, no había otra, desierto o carreteras, mesetas y bosques de arbolitos que giran y retuercen sus sueños de agua, con gatos y más gatos que miraban desde lejos lo que no podían comprender. Toda la gente que salía de sus tiendas de campaña y andaba.
Éxodo.
Exitus, porque así hablaba uno de los caminantes, mirando entre los sobacos afeitándose con las uñas: decía en latín que decir así era el color de las ramas, y nada más, y no le importaba el salchichón ni la cuerda que ataba su cintura.
Luego cantaba, aunque casi no podía oírle. Caminando.
A veces alguien tropezaba con las raíces del camino.
A veces las vacas ocupaban la cañada y todo se detenía.
A veces una chica abría tanto los ojos que caía en un desmayo que parecía carcajada, regada por la lluvia de la noche, abierta. Y yo me decía: ella sigue caminando en un matorral que le retuerce la nuca, aunque quién sabe, todo puede salir.
A veces te saltaba un caballo gris, enorme, cuando el sol todavía no picaba y había una subida suave por delante de nosotros, cortando el trigo. Entonces comprendías de qué iba todo eso aunque se te olvidase en un instante. Olvidar era necesario. El camino se olvida para salir, continuamente. El camino se acuerda para construirse, aunque las niñas no podían entender, y las boinas parecían hablar cinco idiomas regionales que ya nadie tenía en cuenta.
A veces, en el silencio, aparecía una guitarra, un sastre que tejía la piel de nuestros dedos con una aguja desinfectada. Los perros que lamían las rodillas y las moscas que alababan el sudor. De qué eras parte? Podía parecer una procesión, pero si cada uno iba solo era porque así tenía que ser:
Viendo la noche y viendo el día se te olvidan los relojes y se te va el pulso hasta el infinito; por eso yo iba cada vez más rápido y cuando había una cuesta mi amigo se lanzaba corriendo entre las piedras: porque ya no había peso, porque la espalda era pura levedad y yo agitaba los puños y gritaba: hurra, hurra!
Parecía una brisa marina su sudor colgando del aire.
Parecían pianistas mis dedos apartando las zarzas del riachuelo.
Cuánta bajada!! Y la subida ya daba igual y si apoyabas las manos en las rodillas era para un grito, para un salto, para volar en los arrozales y llamar al viento.
Al final ya no había nadie detrás de nosotros. Tampoco delante. Sólo quedaba caminar y sudar, acabar con nuestras piernas para salir a la locura, para llegar a la playa que contenía todas las letras que se nos habían perdido por el camino: todos los vinos, todos los alces inmaculados.
Queríamos una reina de espuma en la boca.
Queríamos dos perras que oliesen la mentira.
Queríamos alcohol derrochado entre agua fétida.
Queríamos barcos pesqueros, aunque yo también quería remos para bailar sobre la madera.
En el fondo yo también quería más camino para salir, o para seguir saliendo todo el rato.
Exitus, decía el monje cantarín, y luego las voces le seguían, y se iban como fantasmas que persiguen la luz en una tumba salvaje.

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viernes, 28 de junio de 2013

Rebirth Brass Band - We Come to Party


Están locos. Son unos niggers, unos guerrilleros, raperos de soy mejor que tú con mi palabra en el bote de pepsicola yeah men, pero en vez de palabras tocaban trombones que parecían bazokas y saxos sueltos que siempre picaban a lo bajo, porque los dedos tiemblan y tienen tres filas de vientos que vienen y van, unos por delante, otros desde la sexta fila, alguno escondido entre la multitud con un sombrero de fieltro verde y un mini de cerveza que salta y gota a gota. Es que están por todos lados y nadie puede verlos, susurra el policía. Ellos son la ciudad, le responde el carnicero, y todos deberían reconocer la sangre de chuletas.


Siempre vuelve la ciudad del jazz, da igual que hagas lo que hagas vuelve una y otra vez sin darte cuenta a la canción que escuchas y de pronto dices, esto es aquello. Lo de más allá fue. Esto se me mete en la oreja como una lengua larga y afilada en cosquillas y no puedo hacer más que restregarme los pies contra el suelo y ajustarme los calzones a la cabeza. Por Dios que dan ganas de saltar, de arrastrarse con las manos a ciegas y la nariz tanteando el terreno; ganas de agarrar un bote de mermelada y mezclarlo con vodka de 90 grados y pegar un chupito y escupir fuego, como ellos, junto a una chica de cuerpo fácil y sonrisa caliente que te tapa con la manta todo salvo las cejas, para que puedas seguir sus pasos hasta la puerta roja. En el fondo son más herméticos que Pitágoras, pero su club es el de la borrachera y las salchichas en barbacoa y los cánticos para animar a los Saints con camisas horteras y trajes de medianoche. Y siempre con el estuche del saxo al estilo Banderas, que si se tercia sacamos uzis y el bazoca del trombón y la liamos parda. Uy no, eso no, dice el policía, que aún me duele la barriga de bailar con la nigeriana. La calle arde, le responde el quaterback que pasaba por ahí para robarle un trozo de donut, y nadie sabe de la arena de los parques para niños salvo ellos.

A veces me desternillo yo solo pensando en el tipo de la tuba. Aquello es como el infierno de una anaconda rodeándote. Son gigantes, son titanes al estilo Hércules que luchan y gobiernan a la hidra que les engulle. Luego que ya tienen la cabeza en su garganta de púas afiladas sólo queda soplar y del viento sale el latido, pum pum pum, el latido que camina, walking bass para todos y barra libre de bases  para que corráis u os deslicéis por encima. Qué harían sin tuba? Qué haríamos si no se hubiesen cargado la gigantomaquia con una de las suyas? No habría nada, dice el policía rascándose la nariz en la esquina del bar 8. Y por eso llevan el peso a la espalda, le responde la mujer de ojos tristes, la carga de la fiesta que nunca para. Por eso acabaron enrollándose como locos y la pistola del oficial Davids se le clavaba a ella en el ombligo, pensando en la verga que habría debajo, obnubilada por la mentira, feliz de no estar tan sola una noche de fiesta de domingo.

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martes, 25 de junio de 2013

Dead Capo - Sale

Son unos desfasados. Y unos gángsters. Aunque en realidad, en el escenario, les veo vestidos como les da la gana, mirándose entre ellos así un poco distraídos, mirando a una grada donde un desconchón en la piedra roseta o sin mirar a ningún sitio (como se mira hacia dentro, digo yo), sacando sonidos desfasados que parece nunca van a encajar con el resto del tema, o con la melodía (si es que hay) o con la escala, y van y todo hace clic como si ellos cuatro fuesen una manivela gigante de dar a la tecla.
Les importa un pepino si la gente pide chupitos de María y Magdala o se sacan los mocos con las servilletas del McDonalds que se han llevado con el menú, ellos están como si no estuvieran, en su mundo (en su sonido) y en su música, que es como una sobreexposición de un fotograma a todas las millones de luces que estos tíos deben de haber escuchado.
Me los imagino jugando al pilla pilla con algún gato gigante e invisible que nadie entre el público ve. Que te pillo!, que te agarro el pescuezo!, ven aquí cabronazo (aunque no hablan y sólo mueven los labios para expresar singularidades técnicas del aire y la conducción de fluidos universales). Por eso, al final siempre lo cogen, al pobre gato gigante, y se lo acaban zampando allí arriba, con un poco de ketchup que le roban al tío de las servilletas del McDonalds. Lo más asombroso es que, durante la odisea de la caza del gato gigante (que en su idioma se llama "Carnaza"), siguen tocando tranquilamente y sólo se les ve (si uno presta atención) una ligera mueca como de apretar el maxilar inferior cada vez que el gato pasa por delante meneando la cola.
A veces parecen de banda sonora de Tarantino y a veces de grupo heavymetal con sus chirridos y sus rasgados, pero en el fondo, en su aglomerado militante, hay una coherencia brutal: una inquietud de descampado. Un pasto raleado y vallas electrificadas, una batería descuartizada y tres trozos de pared donde algún niñato ha pintado dos pollas entrecruzadas como si fueran el comienzo de una bandera pirata. Al fondo se ven los luminosos y los neones de putis y hoteles y casinos y casas de apuestas, y se ven los edificios grandes de cartón ladrillo (todos muy postindustriales) con vayas de anuncios de tías en pelotas que te venden trozos de lechuga clandestinos.
En ese descampado es donde tocan, mirando el cielo lleno de ruido ambiente y aviones de carga. Esa es su inquietud. Y ellos, despacio a veces o muy rápido, van llenando el silencio para que al final, gracias a dios!, aparezca un gato gigante o un chico con patatas fritas o una señora en paños menores que les arregla los cables y tira un beso al infinito (eso que en su idioma se llama "Cicatrizando el aire").


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viernes, 21 de junio de 2013

The Cinematic Orchestra - Ma Fleur


Melancolía la añoranza de un lugar que nunca existe físicamente, un lugar o un tiempo, una esencia, cientos de mariposas negras sobre un campo de trigo y paja, túneles y pozos que se doblan sobre un río, un puente estrecho, el puente estrecho conectando las desavenencias en las que a veces no queremos creer, dónde está cual, cómo es eso, qué voy a hacer, quién:
búsquedas que son la partida entre medias, la vida que cuece entre nacimiento y muerte no es un suspiro ni un hálito, sino un violín o una cuerda o incluso todas las cuerdas que flotaron alrededor de las orquestas para niños; un piano, una voz dulce o áspera o incluso un recodo (un hueco), ese hueco donde por las noches las láminas de piel se derriten sobre la alcantarilla y son líquido rojo y ámbar fluyendo en círculos que destilan la imagen de nosotros mismos: una mujer gigante que se encorva al pasar por el túnel del metro, un pájaro fénix que te susurra despacio el filo del cuchillo que alguna vez te deberías clavar, la baba en la almohada y la risa de los payasos y también la risa de las mujeres en trance que agitan sus bebidas de fiesta:
sangre y hecatombe porque dormimos, sangre y costra virgen porque hay algo por detrás, sangre que respira cuando añoramos lo que nunca hemos visto, como aquella vez cuando un niño mordió las naranjas como si el jugo en su mentón fuese la savia inmortal de un árbol invisible: un campo lleno de mandarinas esparcidas como globos, un campo entre la playa y los montes verdes, un campo lleno de manos blancas que palpan lo que encuentran llevándoselo a la boca y a los sobacos y a la entrepierna porque, qué es respirar sino eso.
Respira respira mandarina, encuentra el poro donde colarte, la cuerda del violín que bate desde las olas y la arena; ten tu voz y tu garganta que a nadie más prestaste y cógela como un cáliz y tiéndete mirando al cielo: por ahí arriba está lo que buscas, por ahí abajo también lo que a todos pertenece y ninguno sabemos encontrar, eso que por detrás de tus ojos, eso que traga todo lo que siente como un agujero negro, eso que añoro al sentir los pasos de un gato que se acerca por la calle: los viaductos de la ciudad durmiente, las piernas de la mujer, los hilos de lana que nos unen por la noche.




miércoles, 19 de junio de 2013

Lyambiko - Out of this Mood

Ella me recuerda a ella. Supongo que por la piel morena y la garganta rasgada, la respiración profunda que parece un estertor, o una risa. Un vómito.
Ella vomitaba con la pasta de dientes. Supongo que buscaba su anhelo porque siempre la veía meterse el cepillo hasta la campanilla, con saña, como una linterna en exploración. Luego ella se limpiaba las comisuras como una dama y sonreía como una puta y se marcaba los labios con lápices de acuarela sin dejar de sonreír.

A veces pensé que tenía un coyote muerto en sus tripas. Porque se vestía como una diva, pero nunca quiso cantar. Porque tenía flores en el pelo, pero siempre eran de plástico.
Al escuchar Work Song a veces la imagino, risueña como una niña, con una bata verde manchada en los costados de tanto apoyarse en las paredes para un descanso (porque la vida era dura y nadie la había inventado) mientras tarareaba la melodía entre dientes, sin dejar que el sonido saliese del todo.
Supongo que era eso lo que buscaba entre la campanilla y el cepillo de dientes. Supongo que era el sonido, porque cuando abría la boca para cantar sólo salían gorgoritos y a veces algún ladrido lastimero del muerto que portaba entre las tripas. En realidad, creo, no se daba cuenta de que los coyotes muertos sólo salen al abrir la voz, o la mente, o el coxis, cuando las putas se abren de piernas y muestran la selva de orquídeas que llevan entre los muslos.

Supongo que si ella me recuerda a ella es porque ella es la imagen de la cantante que yo creo que ella quería ser. Todo un experimento. En el fondo todos tenemos coyotes por ahí, en los pozos y las minas, coyotes vivos o coyotes saltarines, coyotes que son payasos de circo o coyotes que buscan el quark encanto porque necesitan ese olor aunque aún no saben lo que es. Ella tiene un coyote de canto rasgado y respiración de aguante y sacrificio, de pelos de punta, de escarpias en las vergas y amuletos de la suerte sobre la tapa del piano. Claro, ella también tiene un pianista, un pianista coyote de los buenos, de esos ojo avizor ten cuidado amigo: soy peligroso porque toco las últimas teclas del piano. Y cuando tocan, cuando ella alarga la voz y una nota de sus cuerdas queda por encima mientras el piano se marca un solo de aporreo, entonces cierras los ojos y ves una jauría de animales que corren entre las selvas y mean los árboles, mean los lagos y las lunas y comen todos los frutos y las bayas que encuentran, sin dejar de aullar. Sobre todo sin dejar de correr en ningún momento, sin dejar de respirar. Supongo que por eso ella me recuerda a ella. En el fondo es la ella que a mí me hubiese gustado ver, corriendo por los bosques más en pelotas que en calzones, meando en cada matorral sin dejar de cantar, con las bocas bien abiertas y las tripas bien abiertas y los pozos y las minas saneados después de la extracción.


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viernes, 14 de junio de 2013

The Five Corners Quintet - Helsinki Sessions

Están los sueños, y luego está el sueño del mundo, o los sueños de una ardilla que maneja las nueces no como un tesoro, sino como una imagen.
A veces me veo en Helsinki, y supongo que estoy ahí porque no sé qué es Helsinki. Pienso: es un sitio. Pienso un poco más: es una ciudad, una ciudad donde el frío y las miradas son lo mismo, donde las noches son blancas y hay tugurios bajo el suelo con escaleras kilométricas. A dónde llega cada escalón? Seguramente haya fuego vivo allí abajo. A veces pienso que eso es Helsinki, cada escalón la bala que algún sueño plantó en la retina de algún loco.
Hay cosas raras. Nunca hay coches. Las calles y las aceras siempre están en sombra, supongo que por ese árbol gigantesco que se alza muy cerca, por encima de los rascacielos, tan alto que nadie llega a verlo. También hay un silencio que es como un pitido, o una bruma, o una brisa (un zumbido?), algo en la niebla que envuelve y no te deja del todo, algo pegado a tu boca y a tus cejas, algo de lo que no te puedes separar por mucho que te estires o grites o llores para que te dejen salir de Helsinki.
Me suele pasar esto, que me veo en Helsinki, en sus calles y en su viento, pero luego no se qué decir de Helsinki. Helsinki ciudad de despertarse. Helsinki ciudad de dormir con una farola. Helsinki ciudad de tortillas de arenque y miel. Algo así?
Hay bares abiertos que sirven café en bol toda la noche pero decir noche allí es como decir castañuela. De hecho, en Helsinki no suelo decir muchas cosas, no porque no me entiendan, no lo sé, quizá porque no me entiendo o porque cuando camino en esa niebla voy pensando: que no haya nadie que no haya nadie que no haya nadie, y efectivamente, la calle está vacía al abrir los ojos, y cuando entro a uno de esos bares el camarero mira fijamente, como si aún no le recordase, y siento el frío de un interrogatorio.
Es eso Helsinki, el frío? Ahora pienso: no es eso. Hay una imagen borrosa, la entrada trasera en un callejón, privado sólo personal en la puerta, un crujido, los escalones que bajan kilométricos y esa humedad que asciende como el sudor de una multitud en las venas. Recuerdo. Una imagen borrosa, un sonido que no es ese silencio, un murmullo de vestidos y tachuelas, una bola de discoteca en el techo y otra tirada en una esquina con cristales rotos formando una sonrisa, y el murmullo aumenta y cambia en afinaciones y dos baquetas que entrechocan presentando el nuevo tema. Es eso Helsinki? Pienso: algo por ahí, aunque todavía no me acuerdo de cómo empezaba la canción.

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martes, 11 de junio de 2013

Grant Green - Goin' West

Qué tranquilidad!, qué parsimonia al caminar!
Mira cómo gira la esquina y se mete en aquel bar, mira cómo hace con sus notas esos malabares arabescos y sus notas le alzan el vasito de pacharán hasta la boca, sin esfuerzo, como flotando. Incluso en la barra sus dedos no dejan de moverse (y en la radio sólo suena la batería que acompaña el tamborileo). El barman va vestido de payaso y Grant le regala un arpegio de los difíciles contra la barra, un arpegio de esos que dan vueltas y no sabes muy bien cómo siempre vuelven al mismo sitio. Otro vasito! Hombre claro.
Detrás de él hay dos gángsters enanos con trajes rojos y corbatas fucsias que hablan en voz bajita y se palpan las rodillas por debajo de la mesa. Hay mesas ocupadas por escarabajos gigantes y mesas ocupadas por rubias semidesnudas que se perfilan los labios con el tedio del que las ve venir el resto del día. Hay policías fuera en la calle y hay policías escondidos detrás de la máquina de café y a lo mejor los enanos gángsters también son policías y por eso parecen tan nerviosos de estar allí (como todo el mundo lo parece, incluso en la calle o en las camas de matrimonio, nerviosos, nerviosos!!), pero Grant sigue con su tamborileo, con su ritmo invariable que aprendió en las tardes solitarias de Chicago donde sólo tenía la guitarra una hora y media (pero qué hora y media!), un ratín. Pero claro, decir que lo aprendió es como decir que uno se aprende a sí mismo (se descubre?) y en realidad su tamborileo es como un giro cósmico multiplicado por sus ojos de fumeta que ahora buscan la primera hebra del día. Ya es hora de salir de aquí, amigo. Ya es hora, repiten sus dedos en el último ratapám y le elevan del taburete mientras se despiden del payaso (payaso triste ahora porque se le va la brisa de verano).

Grant ya está en la calle, pero la calle es una cinta transportadora que le lleva, le traslada, le mueve por mucho que no haya ruedas ni mecanismos. El tema está en las manos y en el corazón (que ahora palpita, un tempo, dos tempos, catapúm y vuelta a empezar). El tema es la cinta y el magnetismo de una realidad que se abre, flus, en un instante, entre los rascacielos y los valles de hierba fina, como un telón: una Arcadia para dedos, un sauce para los que buscan sombra, un campo de centeno donde esperan los pianos y los bongos, la guitarra de roces sinceros que lleva toda la mañana tocando, un lugar sin tiempo para un tipo sin prisas. Es eso lo que hay detrás de los polvos y las sombras? Eso, y gente desmembrada que llora de alegría, porque de sus dedos caen gotas de licor rojo y de sus ojos cerrados se escapan imágenes de enanos payasos que sonríen con amabilidad y rebotan con nerviosismo.


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jueves, 6 de junio de 2013

Sonny Rollins - Way Out West

En el desierto caminar es como dar vueltas en un mapa en blanco, inmenso, vacío salvo por ti mismo, envolvente. A veces miras y te parece que los cactus son tus piernas y la arena es tu sudor y luego también parece que las abejas que imaginas son las moscas de tu piel (aunque esto sólo ocurre en casos de alucinaciones extravagantes), o que las marcas del ferrocarril son las manijas de un reloj que no existe ahí fuera.
El tiempo es inmenso, el tiempo no existe en realidad, o es un tiempo antiguo de esos de los mitos cuando los peces se transformaban en verdes sauces y las mujeres conseguían sacrificios por un amor desdichado. Claro, en ese tiempo, ¿qué te queda si no es dar vueltas? Porque la línea recta no existe y la observación es como mirar dentro de ti mismo: decir de una forma honesta (estilo mazazo) que estás perdido.

¿Y si piensas?, ¿y si te repites una y otra vez que tienes que salir de ahí? Tengo que salir tengo que salir tengo que salir. Aunque a lo mejor lo que dices es que tienes que salir de ti mismo, salir para ser de verdad ese cactus o esa arena o esas abejas que zumban delante de ti. ¿Salir del desierto es salir de ti mismo?, ¿ser un hálito, un soplo en el dios, un viento?
Sonny dice, no hay verdad.
Sonny dice, esta es la música del desierto.
Sonny dice, empezaré pero no llegaré a terminar (y con eso también escupe a las abejas).
Luego Sonny piensa que no hay fin, pero cree en los mitos que dicen los standards sin autores (las canciones-epopeya de cinco minutos) y como cree quiere mezclarlo todo y quiere hacerse un buen batido de proteínas, para encontrar el hueco, ese hueco de salida.

¿Lo encuentra?, ¿se puede encontrar? En realidad está la búsqueda, cuando Sonny dice, chupo la caña; cuando Sonny dice, aquí hay un montículo tan raro que me sentaré a rascarme la axila; cuando Sonny dice, ¿tocamos un poquito?, estoy on fire.
Luego pienso, entonces el desierto es gigantescamente enorme, y Sonny dice, es infinito, colega (pegando un salto desde una duna que parece un salto desde el rascacielos más alto de Manhattan).


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lunes, 3 de junio de 2013

Les McCann - Swiss Movement

Esto es soul.
Esto es 1969, la ráfaga y la espiga, la no revolución de los no revolucionarios. Esto es Jimmy Hendrix en Woodstock; los mismos sonidos, reproducidos a escala, de una generación que nacía desde una queja extraña. Esto es en directo y, claro, en directo el piano repicando como una gallina te pone los pelos duros y te deja la cabeza clara, abierta, a la espera de una imagen que haga real la realidad.
Quizá una pregunta en la lengua del anfiteatro y en sus aplausos fuertes, pero real como qué?

En el escenario siempre se mezcla la historia y la eternidad. La música como una piedra roma de los antiguos paleolíticos, que ellos mismos recogieron de otra civilización desbordada que adoraba dioses con cabeza de estrellas. La historia como... a quién le importa? Eso dijo ella mientras Less balbuceaba cada nota detrás de su piano. Lo dijo y se apretó a un brazo, a un cuerpo. Apretó sus pechos contra otros pechos y Less seguía balbuceando como si acompañase el sonido de sus tripas, porque ellas siempre van demasiado rápido y a cualquiera le cuesta seguirlas. Las tripas iban por delante del trompeta que chocaba contra la batería y una explosión y gritos en la grada que ya se apretaba entera contra sí misma: un cuerpo, un oído, una tripa dentro de sí misma. Uno en todos, todos en uno. Dónde estamos, preguntó ella. Esto es un sueño. Y el piano repicaba sin parar como una gallina con la batera desbocada hacia todos lados. Esto es real, llegó a pronunciar quitándose el sostén. Esto eres tú, y el hombre a su lado empezó a pellizcarle el ombligo mientras otros usaban sus lenguas y nadie podía decir nada salvo algún suspiro apocado.

Así hasta que todo terminó y la gente aplaudía abriendo los ojos. Se vieron desnudos.
El concierto había terminado. Las prendas yacían como rosas lanzadas al escenario. Había un sostén pequeño colgando de la cabeza de Eddie Harris. Hubo un silencio cortado con espuma mientras todos miraban los dedos congelados del piano.
Nadie pidió otra, pero todos pensaban que el concierto debía continuar. De todas formas, quién tenía ganas de volver ahí afuera?, eso dijo ella, con los pezones duros, y Less sonrió al piano. Supongo que les susurró al grupo: otra vuelta colegas, que está que arde aquí dentro y no nos quedan más botellas.

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jueves, 30 de mayo de 2013

Art Blakey - Out of Nowhere (3 CD's)

Art Blakey es como el bosón de Higgs: a través de él pasa y ha pasado la gran masa de partículas del jazz. Desde Lou Donaldson y Horace Silver, pasando por Hank Mobley, Wayne Shorter y Keith Jarret,  hasta Donald Byrd y Clifford Brown y Wynton Marsalis.
Igual que el bosón de Higgs, Art Blakey es imaginario: en realidad nunca existió, era sólo una voz en el espacio que decía, venga Mike que ahora entras tú y tienes que poner un do donde sólo tú puedes poner un do. Era una sombra en cada instrumento, el Gran Niño, una pequeña y negra formación de partículas que obligaba a cada uno a sacarse a sí mismo y contar su historia: hacer alma. Art era un creador de empujones. Por eso era invisible, aunque también se puede decir que Art era un campo (una onda infinita) y también que era el espíritu de la batería, pues esta nunca se silencia y siempre engloba todas las palabras que cualquier otro pronuncia, y les da sentido.
Como la partícula de Dios, Art nunca cambia y siempre crea la misma base una y otra vez, pero sólo algunos que saben dejarse caer en ella (una especie de limo oscuro y pegadizo) realmente interactúan y adquieren su verdadero peso, su enorme realidad individualizada. Art ve a través, y por eso dice, tú tienes historia hijo, pero luego depende de cada uno sacarla a tope o dejarla escondida allí abajo, donde todos soñamos a veces con ser estrellas del rock sin darnos cuenta de qué va antes de eso.
También, a veces, me imagino a Art como un pulpo gigante con millones de tentáculos. Con esos tentáculos va agarrando a las personas más raras (y también a las más normales) del mundo y las acerca a su boca que es como un tajo en mitad de la cara para comérselas así sin más. Luego, seguro, las vomita, y todos caen al agua desnudos, porque han muerto y ahora vuelven a renacer en esa bilis salada del mar, con un ritmo de pedales y baquetas que mueve sus piernas y sus brazos y les hace nadar muy tranquilamente (a su ritmo) hasta la otra orilla.

También puede ser que Art simplemente fuese un padre de familia, un dependiente de ferreterías, un aficionado al whisky de doble destilación o un prestamista bondadoso que nunca cobra intereses. En ese caso yo diría, pues ese no es Art (al menos no del todo), o si es Art es sólo el soñador de Art, el que por las noches cae rendido en la cama después de un duro día de trabajo y al cerrar los ojos se ve a sí mismo sentado a la banqueta frente a un bombo gigante, en el restaurante de Bubba (que es muy oscuro y nadie puede verle), y se escucha a sí mismo decir, venga señores, un dos un dos tres cuatro, y ahí el sueño se vuelve tan oscuro y extraño que Art (el verdadero Art) nunca lo recuerda, aunque siempre se despierta con los brazos cansados y una ligera facilidad para sonreír y decir, venga, al tajo.


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lunes, 27 de mayo de 2013

Hugh Masekela - Grrr

Es como si la maleza y los árboles y las praderas de Sudáfrica fuesen de un color muy brillante y ocre (casi dorado y negro a la vez), como si los niños corriesen dando vueltas alrededor de un tigre recién nacido que les saca la lengua y estira la pata con ganas de jugar, como si el sol también jugase con las sombras y la música de la gente supiese a caramelo y a sagrada comida de domingo, cuando todas las familias se juntan y rezan con la boca llena de pastel de zarzas y hacen chasquidos con la lengua que suenan como risas entrecortadas encubiertas.
Me pasa con Abdullah Ibrahim y también me pasa con Hugh, de la misma manera que en USA el blues, que es su esencia ("te fuiste baby/y estoy solo/con mis cigarros de liar") lo impregna todo, aquí este algo (esta cosa) está por detrás de cada nota, sustentándola, igual que las sombras de los árboles en la sabana sustentan su presencia física imponente. Y esta cosa (este algo) está diciendo todo el rato: soy libre!!


Por eso decía lo del color, porque (como todo el mundo sabe) el color de la libertad existe, aunque nadie sepa muy bien qué tonalidad tiene, y lo mismo pasa con el sonido de la felicidad, que está ahí, pero sólo muy de vez en cuando alguien lo coge como se cogen las ciruelas de un árbol, y lo toca (y cuando alguien lo toca es importante decir que, seguramente, no sabe que lo está tocando).
Entonces, ¿qué sentido tiene si la magia está por detrás de cada sílaba y de cada piedra? Si luego no la comprendemos... Supongo que es lo mismo que la música y los misterios, en realidad no hace falta comprender ni resolver nada, basta con escuchar, estar involucrado, metido en la movida, girando con los niños que sonríen alrededor del tigre recién nacido, que le tiran pelotitas de carne para que juegue y crezca y así, algún día, pueda ser tan grande como el sol, para que todos los niños (que seguirán siendo niños) monten en sus lomos y se vayan a visitar las sombras del mundo (o el mundo de sombras), donde crecen las ciruelas más grandes y jugosas que nunca nadie haya visto.

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miércoles, 22 de mayo de 2013

Ahmad Jamal - Chamber Music of the New Jazz

Así el nombre parece muy pomposo, sobre todo cuando piensas en la música de cámara como una suerte de elitismo de palacetes y ricos aristócratas del antiguo régimen. En realidad, creo, con música de cámara quiere decir minimalismo. De instrumentos, pero también de sonido. Aquí es cuando importa el silencio. El silencio es como una pompa que estalla si no la tocas con la delicadeza exacta. Sensibilidad. El silencio también es el swing: saber cuándo entrar, el momento exacto, la nota perfectamente colocada. Armonía, pero armonía con muy poco. Nada desbordante ni exagerado. Nada de monólogos en el vacío que intentan dar vueltas para encontrarse. Aquí Jamal está reposando en sí mismo y en sus silencios.
Por eso no me imagino una cámara llena de cuadros en algún palacete recargado, me imagino una cueva que a veces recibe la luz filtrada entre las ramas de un bosque, y a veces respira en la oscuridad. No es una cueva muy profunda (tampoco podía serlo de esta forma), pero es fresca, resguardada. Más abajo hay un pasadizo que conduce, seguramente, hasta el centro de algún volcán, pero Jamal se queda en la entrada, tocando con ligereza y sencillez. Y qué difícil es eso, tan tranquilo y tan directo, ahí justo en el punto, golpeando ligeramente una rama contra la piedra que suena como un chasquido de la lengua y luego siempre en las notas agudas del piano como un saltarín que va de rama a rama como si su cuerpo apenas pesase una mota de agua.
Y entre esos instantes de silencio, cuando la nota queda en el aire, cabe todo. Realmente, es como si todo estuviese ahí, como si la cueva y el universo se plegase en el silencio pero en vez de un silencio vacío de cosas es un instante lleno de sentimientos y emociones inexpresadas, es decir, inexpresables, como una imagen o un sonido puro que no puede llegar de otra forma. Quizá no puede llegar de otra forma que en la ligereza y en la sensibilidad de las cosas más sencillas del mundo (quizá las más importantes).

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