domingo, 25 de enero de 2015

Cecile McLorin Salvant - WomanChild


Allí, en el bajo Missouri, hay una chica que busca un sonido. 
Un sonido que en realidad ella puede ver, sólido y opaco, flotando a veces frente a su televisor: una bola de madera cálida y crujiente, ligera y al mismo tiempo con un peso tan exacto, tan preciso, que le parece que al cogerla entre sus dedos podría llamarla por su nombre de pila, acariciándola, sin miedo a reproches, sin ninguna otra posibilidad que esa unión, de pronto, implícitamente convocada en el contacto de la madera caliente con sus dedos, su propia singularidad. Pero la bola de sonido siempre desaparece cuando ella se levanta del sillón. Entonces, los pájaros escapan del horizonte y las sirenas de ambulancias empiezan a llamar, entre farolas que ambientan y parpadean, entre carritos que salpican mostaza en los bordes de los pasos de cebra, siempre solitarios, donde sólo el hombre verde y el hombre rojo, ambos con sombrero, intercambian miradas silenciosas, esperando a la entrega del sigiloso deambular.
Hay una sombra que ella puede entrever a través de sus gafas gigantes, descomunales para su cara pequeñita, una sombra que se desliza entre las paredes de la habitación y agarra la bola como una manzana colgando del árbol, volviéndola a llevar, a otro sitio, otros pájaros, una sombra veloz e imprevista (siempre imprevista, siempre la misma), que camina entre las motas del gotelé y las nubes de fresa que todos guardamos en los estantes de nuestro salón: nubes que sucumben con la luz del amanecer, adelgazando poco a poco, secas de inanición a mediodía, hinchándose por la noche con las respiraciones pausadas de una reina que degolló a sus hijos para verlos crecer, más vivos, más reales, con nuevos huesos que crecían como troncos de secuoyas en el jardín del palacio, con nuevos ojos que iluminaban con el fulgor de una fragua la sala a oscuras, observando los dedos de su madre que tocaban al piano la serenata de una noche para fantasmas, casi a cámara lenta, casi en completa comunión.

De dónde viene esa sombra, se preguntan sus gafas, a dónde va a parar.
El televisor permanece encendido y ella apenas se mueve del sillón, esperando el momento, agazapada, intentando ser la sombra, hasta que la bola vuelva a aparecer y sus movimientos sean de pantera en la espesura, intentando ser el viento, sin suerte, sin suficiente presión en las esferas, descolocadas de su armonía, Plutón en la casa de Neptuno, tomando copas, indecisos del tiempo de regresar y esgrimir las ráfagas de un ciclón entre las que ella podría colarse, casi en una rendija, casi como un gato se cuela entre los cubos de basura y parece nunca regresar, para arrancar la bola del sonido de entre las ramas de una presencia, llevársela, no a otro sitio sino a su sitio, quizá abriendo mucho la boca para tragarla, entera, sin mastiques ni deglución, que llegue a ocupar el lugar que le corresponde ahí entre los intestinos y los pulmones, quizá justo en la boca del diafragma, cada vez que se abre y se cierra cuando ella comienza a cantar. Sí, son todos intentos de caza con licencia y carnet, con espadas en lo alto de un cerro lleno de banderas que avisan a los galgos de que es el lugar, que el bosque está acotado, que en realidad nada puede estropearse; pero hay otra caza, secreta, salvaje, que ocurre cuando ella se quita las gafas y busca la bola del sonido entre el espesor, no partiendo de él sino entre él, en sus brazos morenos, en su tierra agria y llena de arrugas, saliendo de Missouri a lomos de una garza que vuela caminando y camina sin posarse, hacia otro sitio, quizá el horizonte, quizá esa ladera verde desde la que el volcán eructa monosílabos, por donde los enanos pululan llevando troncos y más troncos de árboles gigantes, milenarios, que en realidad nadie pudo haber talado sin la ayuda de los vientos de algún dios olvidadizo en la profundidad, troncos que ascienden la pendiente a los hombros de diminutas motas de azar, sudorosos, y llegan hasta el cráter desde donde ella puede ver, ahí, muy dentro, las bolas que se cuecen en el fulgor, los recorridos zigzagueantes de la aventura: las grutas, los pasadizos, la siempre inevitable pérdida de cualquier sentido del rumbo.
Las nubes de fresa son gigantes en ese momento, entre sus ronquidos y las gafas ladeadas, entre las manos frágiles que caen a los lados del sillón, cuando muy detrás de sus ojos, en una posición claramente invertida, ella descubre un espejo en alguna habitación oscura, iluminada por agujeros encendidos en la pared, una melodía que recuerda a los equinoccios del antiguo Egipto, dos manos que se mueven sin cesar, el reflejo en el espejo que le da la cara, a ella, del revés, oscura y sigilosa, la otra sombra, su propio diafragma, su propia tempestad.

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(Aquí, una entrevista con ella, una bonita sinceridad: Entrevista con Cecile M)