jueves, 30 de mayo de 2013

Art Blakey - Out of Nowhere (3 CD's)

Art Blakey es como el bosón de Higgs: a través de él pasa y ha pasado la gran masa de partículas del jazz. Desde Lou Donaldson y Horace Silver, pasando por Hank Mobley, Wayne Shorter y Keith Jarret,  hasta Donald Byrd y Clifford Brown y Wynton Marsalis.
Igual que el bosón de Higgs, Art Blakey es imaginario: en realidad nunca existió, era sólo una voz en el espacio que decía, venga Mike que ahora entras tú y tienes que poner un do donde sólo tú puedes poner un do. Era una sombra en cada instrumento, el Gran Niño, una pequeña y negra formación de partículas que obligaba a cada uno a sacarse a sí mismo y contar su historia: hacer alma. Art era un creador de empujones. Por eso era invisible, aunque también se puede decir que Art era un campo (una onda infinita) y también que era el espíritu de la batería, pues esta nunca se silencia y siempre engloba todas las palabras que cualquier otro pronuncia, y les da sentido.
Como la partícula de Dios, Art nunca cambia y siempre crea la misma base una y otra vez, pero sólo algunos que saben dejarse caer en ella (una especie de limo oscuro y pegadizo) realmente interactúan y adquieren su verdadero peso, su enorme realidad individualizada. Art ve a través, y por eso dice, tú tienes historia hijo, pero luego depende de cada uno sacarla a tope o dejarla escondida allí abajo, donde todos soñamos a veces con ser estrellas del rock sin darnos cuenta de qué va antes de eso.
También, a veces, me imagino a Art como un pulpo gigante con millones de tentáculos. Con esos tentáculos va agarrando a las personas más raras (y también a las más normales) del mundo y las acerca a su boca que es como un tajo en mitad de la cara para comérselas así sin más. Luego, seguro, las vomita, y todos caen al agua desnudos, porque han muerto y ahora vuelven a renacer en esa bilis salada del mar, con un ritmo de pedales y baquetas que mueve sus piernas y sus brazos y les hace nadar muy tranquilamente (a su ritmo) hasta la otra orilla.

También puede ser que Art simplemente fuese un padre de familia, un dependiente de ferreterías, un aficionado al whisky de doble destilación o un prestamista bondadoso que nunca cobra intereses. En ese caso yo diría, pues ese no es Art (al menos no del todo), o si es Art es sólo el soñador de Art, el que por las noches cae rendido en la cama después de un duro día de trabajo y al cerrar los ojos se ve a sí mismo sentado a la banqueta frente a un bombo gigante, en el restaurante de Bubba (que es muy oscuro y nadie puede verle), y se escucha a sí mismo decir, venga señores, un dos un dos tres cuatro, y ahí el sueño se vuelve tan oscuro y extraño que Art (el verdadero Art) nunca lo recuerda, aunque siempre se despierta con los brazos cansados y una ligera facilidad para sonreír y decir, venga, al tajo.


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lunes, 27 de mayo de 2013

Hugh Masekela - Grrr

Es como si la maleza y los árboles y las praderas de Sudáfrica fuesen de un color muy brillante y ocre (casi dorado y negro a la vez), como si los niños corriesen dando vueltas alrededor de un tigre recién nacido que les saca la lengua y estira la pata con ganas de jugar, como si el sol también jugase con las sombras y la música de la gente supiese a caramelo y a sagrada comida de domingo, cuando todas las familias se juntan y rezan con la boca llena de pastel de zarzas y hacen chasquidos con la lengua que suenan como risas entrecortadas encubiertas.
Me pasa con Abdullah Ibrahim y también me pasa con Hugh, de la misma manera que en USA el blues, que es su esencia ("te fuiste baby/y estoy solo/con mis cigarros de liar") lo impregna todo, aquí este algo (esta cosa) está por detrás de cada nota, sustentándola, igual que las sombras de los árboles en la sabana sustentan su presencia física imponente. Y esta cosa (este algo) está diciendo todo el rato: soy libre!!


Por eso decía lo del color, porque (como todo el mundo sabe) el color de la libertad existe, aunque nadie sepa muy bien qué tonalidad tiene, y lo mismo pasa con el sonido de la felicidad, que está ahí, pero sólo muy de vez en cuando alguien lo coge como se cogen las ciruelas de un árbol, y lo toca (y cuando alguien lo toca es importante decir que, seguramente, no sabe que lo está tocando).
Entonces, ¿qué sentido tiene si la magia está por detrás de cada sílaba y de cada piedra? Si luego no la comprendemos... Supongo que es lo mismo que la música y los misterios, en realidad no hace falta comprender ni resolver nada, basta con escuchar, estar involucrado, metido en la movida, girando con los niños que sonríen alrededor del tigre recién nacido, que le tiran pelotitas de carne para que juegue y crezca y así, algún día, pueda ser tan grande como el sol, para que todos los niños (que seguirán siendo niños) monten en sus lomos y se vayan a visitar las sombras del mundo (o el mundo de sombras), donde crecen las ciruelas más grandes y jugosas que nunca nadie haya visto.

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miércoles, 22 de mayo de 2013

Ahmad Jamal - Chamber Music of the New Jazz

Así el nombre parece muy pomposo, sobre todo cuando piensas en la música de cámara como una suerte de elitismo de palacetes y ricos aristócratas del antiguo régimen. En realidad, creo, con música de cámara quiere decir minimalismo. De instrumentos, pero también de sonido. Aquí es cuando importa el silencio. El silencio es como una pompa que estalla si no la tocas con la delicadeza exacta. Sensibilidad. El silencio también es el swing: saber cuándo entrar, el momento exacto, la nota perfectamente colocada. Armonía, pero armonía con muy poco. Nada desbordante ni exagerado. Nada de monólogos en el vacío que intentan dar vueltas para encontrarse. Aquí Jamal está reposando en sí mismo y en sus silencios.
Por eso no me imagino una cámara llena de cuadros en algún palacete recargado, me imagino una cueva que a veces recibe la luz filtrada entre las ramas de un bosque, y a veces respira en la oscuridad. No es una cueva muy profunda (tampoco podía serlo de esta forma), pero es fresca, resguardada. Más abajo hay un pasadizo que conduce, seguramente, hasta el centro de algún volcán, pero Jamal se queda en la entrada, tocando con ligereza y sencillez. Y qué difícil es eso, tan tranquilo y tan directo, ahí justo en el punto, golpeando ligeramente una rama contra la piedra que suena como un chasquido de la lengua y luego siempre en las notas agudas del piano como un saltarín que va de rama a rama como si su cuerpo apenas pesase una mota de agua.
Y entre esos instantes de silencio, cuando la nota queda en el aire, cabe todo. Realmente, es como si todo estuviese ahí, como si la cueva y el universo se plegase en el silencio pero en vez de un silencio vacío de cosas es un instante lleno de sentimientos y emociones inexpresadas, es decir, inexpresables, como una imagen o un sonido puro que no puede llegar de otra forma. Quizá no puede llegar de otra forma que en la ligereza y en la sensibilidad de las cosas más sencillas del mundo (quizá las más importantes).

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lunes, 20 de mayo de 2013

Cannonball Adderley - Mercy, Mercy, Mercy!

Creo que era sábado y estábamos todos un poco resacosos y con la piel como viscosa, como si las últimas horas de la noche las hubiésemos dedicado a sudar pegamento y rebozarnos por el sofá (que ya de por sí pringaba lo suyo), como osos verdes y gigantes con toneladas de miel. Y ahora ya no podíamos más.
Había café pero estaba frío. Teníamos ojos, pero eran como rendijas que todavía no se adecuaban a la luz. Queríamos movernos, pero todavía era muy pronto o muy tarde y sólo se nos ocurrió poner un disco al azar y abrir una cerveza y mirar las paredes llenas de grapas que alguna otra noche habíamos colocado muy muy arriba, con alguna foto de alguna chica ligera de ropa que nos enseñaba el pompis.
Creo que alguien quería ducharse, o alguien quería vomitar, o todos lo intentábamos sin éxito porque estábamos pegados a la superficie del sofá, cuando sonaron dos patadas en la puerta. Éramos incapaces de movimiento y por eso, después de la puerta, sonaron nudillos en las ventanas, gritos y golpes y piedrecitas con las que los niños querían hacernos despertar. Alguien subió la música (y el disco empezaba a animarse) y alguien recordó que era el cumpleaños de uno de los pequeños.
Creo que todavía hablábamos mirando la pared (sus grapas) cuando hubo otra patada, tan bestia que estuvo a punto de tumbar la puerta: de cualquier forma iban a entrar: eran niños: era su fiesta: tumbarían la puerta si hacía falta: querían beber con nosotros y fumarse un piti con los dedos como si fuesen pinzas de depilar.

Con los niños (eran dos) entró un ruido rarísimo y una ventolera que nos puso los pezones como flechas. El ruido era la continuación de la noche, era la barbacoa de mediodía y las piñatas que querían colgar por encima de nuestras cabezas. El disco llegó al cuarto tema, Sticks, y todos nos imaginamos bastones de caramelo para colgar del árbol de navidad y saltamos del sofá y ofrecimos cigarrillos y tartas de manzana para celebrar el cumpleaños. Uno de nosotros cogió al más pequeño aúpas y empezó a dar vueltas con la canción, como si todo estuviese en eso: como si el movimiento de un yoyó fuese lo único que hubiésemos necesitado: un grito, dos hostias, la cabeza balanceándose con el saxo alto, muchas risas, un piti apurado hasta el filtro, la puerta abierta por la que todavía entraba el frío mañanero.
El niño todavía estaba en sus brazos, pero ahora ambos estaban por el suelo revolcándose como osos verdes y diminutos con toneladas de miel que nos hacían desear más música, más y más risas, más, mucho más ruido. Supongo que por eso Sticks sonó unas cuarenta veces, hasta que todos estuvimos extasiados y con la bilis cayéndonos por las braguetas y con tantos pitis en el cenicero como si hubiesen pasado horas de noche en ese baile, una danza que era al mismo tiempo un rito de iniciación para ellos y para nosotros, para salir a la calle (al bar de enfrente) y despedirles con un abrazo y un luego nos vemos, y empezar la mañana, con otro piti y otra cerveza, con los gritos y las risas y las patadas de los niños que todavía zumbaban en nuestras frentes como un tren de carga que lleva miles de vagones enganchados a sus tripas.


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jueves, 16 de mayo de 2013

Dusko Goykovich - Swinging Macedonia

Este es uno de esos discos iniciáticos. De esos que siempre que los mencionas (como de casualidad), un entendido le susurra a otro entendido en la barra de algún bar: con ese albulm Dusko Goykovich destapó el jazz de los Balcanes (así, como si fuese un secreto importantísimo). Supongo que será verdad, pero si lo es, menudo curro!
Me lo imagino paseándose por las plazas de Belgrado (donde siempre hay abuelos lanzando mendrugos al aire), paseándose por los libros de historia de la antigua Macedonia, paseándose por los mercadillos viejos de Belgrado siempre con ojo avizor y la nariz en constante movimiento diciéndose, voy a detectar, de verdad que ahora mismo detecto qué es eso de la cultura de los Balcanes, qué es esa música que nos ronda a todos por encima como una tormenta eléctrica (aunque seguramente se lo dijo de una forma un poco más prosaica).
Y claro, como la música estaba por allí como una sombra de cada uno de los edificios de Belgrado (y como Dusko era cabezota), acabó detectándola y captándola y componiéndola y todas esas cosas que hace la gente de bien con inspiración. Entonces salió este disco. O a lo mejor es que Dusko era un consumado lector de cartas del tarot y en una de esas tiradas de aburrimiento, un día, le salió el futuro de la música nacional.

En cualquier caso, es un disco que tiene un montón de cosas. Tiene, en primer lugar, una identidad difícil de definir, y creo que ese es su punto más interesante (y un buen reflejo de eso que acabó detectando en el aire de Belgrado). Tiene mucho de música tradicional serbia-bosnia-rumana y de los Balcanes en general, mezclada con un jazz muy bop y a veces con mucho blues. Tiene temas de ese vandalismo trompetero que gira y gira con tantas trompetas y puntadas que parece un torbellino, y luego tiene temas muy suaves y melancólicos, casi míticos, que parecen sacados de las leyendas más cotidianas de Alejando Magno. Y entre medias tiene monumentos como Balcan Blue que tienen todo eso a la vez, que son algo así como una mitad de todas las mujeres y hombres de Belgrado pero que, además, tienen un poco de pimentón picante que les sobró de la última cazuela que preparó la abuela del parque con los mendrugos del viento. También tienen una aceituna en la punta y la carta-tarot del colgado, que es seguro una de sus preferidas.

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martes, 14 de mayo de 2013

Baby Face Willette - Stop and Listen

La historia de Willette es una iglesia.
Allí se congregan todos los negros de gospel del mundo, alrededor de su hammond. Todos cantan, se alegran y se entristecen, y comen naranjas enormes (también alguno come pipas disimuladamente). Willette cierra los ojos y su mujer llora cuando palpa las teclas y hay sonidos. No hay partitura (y daría lo mismo porque no sabe leer), hay palmas y quejidos y algún grito que dice, yeah!, y otro que dice, c'mon!
Si miras alrededor no hay iconos ni cruces, ni retratos dolientes; tampoco hay podio ni altar. Hay un suelo muy fino de piedra que nadie pisa y hay paredes absolutamente blancas que nadie mira. Los niños bailan un poco y beben agua de esas botellas de cristal donde antes los lecheros guardaban la leche. Las niñas saltan y corren por encima del hammond, se aúpan a los hombros de Willette, le mueven las pupilas y le susurran al oído palabras de amor y de inocencia. Ellas comprenden que hay un misterio ahí: quizá el misterio de lo sagrado, aunque yo creo que es el misterio de por qué ese hombre con cara de niño toca como toca sin saber cómo tocar lo que está tocando. O quizá es lo mismo.


En cuanto abre los ojos todo se detiene. Tiene una sonrisa tenue, como si se acabase de chutar algo muy suave y benévolo. Siente brumas alrededor, siente manos que le tocan los dedos, siente las voces de las niñas que piden otro cuento de esos tan antiguos que él toca con las manos pero en realidad con las encías más antiguas del mundo. Y claro, qué hacer! Cierra los ojos y su mujer le mira con lágrimas muy silenciosas y su colega el guitarrista tampoco mira a nadie (aunque él es un poco heroinómano) y se ponen a ello, como si fuese nada más que cortar amapolas en el campo, o como si cortar amapolas en el campo fuese la respiración más profunda del mundo.

(este disco está grabado en una capilla pequeña sobre la que caía una luz muy leve de vidriera azul. El guitarrista tenía heroína y Willette estaba desnudo. También había un batería que pasaba por allí. Al final de la grabación la luz se fue del todo y ellos se fueron a sus casas con sus mujeres, a follar sin parar hasta que el día empezase de nuevo)

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viernes, 10 de mayo de 2013

Angelo Badalamenti - Twin Peaks

Para Lynch siempre hay dos niveles: por un lado está el Mal; por otro lado, el Bien. Y entre medias, queda el misterio.
De eso va esta banda sonora.

Es un pueblo tranquilo en la intro. Pero en la tranquilidad (en esa falsa tranquilidad que es siempre la carretera) reside el secreto, y en un secreto siempre existe una perla oscura.
Laura es tristeza, es pérdida y melancolía, pero es la primera cortina que se corre para desvelar una piedra, un guijarro en la pista de hielo.
Audrey Lolita, juego y seducción, chascando los dedos se mueve como si bailase por el mundo. De repente suenan tres avisos: cuidado! Un sonido turbio. Nadie se conoce cuando se mira a los ojos.
La calma sólo resiste en los bares, en el café (en todos los sentidos), en el bar de carretera donde todos observan mientras una mujer canta la tristeza del ruiseñor, o un himno a la noche, o canta la caída. Y mientras canta, nadie se mueve.


Hay un sueño, un hombre en el sueño, y el sueño es claro porque todos los sueños lo son de alguna forma: una sola voz, un saxofón que se mantiene en la misma escala, una escobilla que araña el platillo, dos chasquidos. Inquietud. También el amor lo es, o al menos así comienza, pero de todas los temas es lo más cerca del Bien que alguien (tú, yo) puede estar: la música sube, se acerca al éxtasis muy rápido pero muy rápido se tuerce (lo torcemos, lo dejamos de entender porque lo pensamos) y la música baja con el enano saltarín y sus nubes cortadas.

Cuando el disco termina me queda esta sensación. Hay un paso que no se resuelve: queda el silencio. El silencio es otro misterio, queda la acción que busca resolverlo sabiendo de antemano que cualquier solución es otra búsqueda más.

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miércoles, 8 de mayo de 2013

Gerry Mulligan - Jeru

¿Tú cuentas tu historia?
A veces tu historia es sólo un poco de polvo, o un grito, o un desgarro.
A veces es un color (siempre serás de Amarillo, me dice un colega).
A veces es una sombra, o la sombra de una sombra en la que se vislumbra un poquito, algo de ocre, una lucecilla que titila.
A veces es sólo una manera de caminar.


Gerry Mulligan camina muy lento. Quizá porque el barítono pesa mucho, porque el aire que circula por su cuerpo es mucho más denso y su voz se confunde con las ramas de los abetos o con ese suelo de los pinares que es como una alfombra de huesos marronáceos y finos.
Le veo siempre caminando entre parques y bosques, lentamente. Pero no es lento porque se arrastre, lo es porque se detiene, sin subir el tono, sin cambiar de postura, con un bombín muy elegante y un pañuelo granate en su bolsillo. Su mirada caprichosa le llama hacia una piedra curva, y sobre ella habla. Son también los patos que se pican en el cuello, o las abuelas tejedoras de sauces en los bancos. Se detiene y observa las papeleras (a veces llenas, a veces vacías y no sabe muy bien por qué). Se detiene y observa el cielo, las nubes, sus movimientos tan lentos como él, o más, se dice, porque ellas son infinitas y siempre existen, y yo (nunca dice yo) sólo soplo.

sopla hacia arriba, dinosaurio, sopla mirando el cielo

Esto es el Cool, dice sin decirlo, esta parsimonia, esta calma, porque Gerry Mulligan se detiene en las cosas pequeñitas, en las hebras de tabaco derramadas junto a una chimenea, en los números de una ruleta de juguete, y siempre dice, son signos, indicios de que alguien estuvo aquí y alguien la hará rodar otra vez. Se lo dice bajito, sin subir la voz, sin cambiar de postura su bombín ni su pañuelo: tranquilamente (esa es su historia), como silbando por dentro la melodía calma de la vida.
No hay prisa compañero, dice con sus ojillos, ninguna prisa.
La prisa está ahí afuera, muy lejos de su parque, de su bosque y de sus ramas que observa despacio y detenidamente.

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lunes, 6 de mayo de 2013

Wynton Marsalis - He and She

La Historia es como un basurero gigante: hay montones y montañas de cosas unas encima de otras, sin ningún orden; simplemente apiladas. El camión llega y descarga, como un vómito (un acto), y no hay vigilante ni guardián (no hay guía) que ordene toda esa cantidad de mierda. Hace falta criterio.

Antes de "He & She", Wynton fue el coproductor y uno de los comentaristas en "Jazz: La historia", un documental de Ken Burns que recorre desde los comienzos del blues y el advenimiento del jazz hasta los años sesenta, donde todo empezó a flotar a la deriva. Y cuando Wynton habla en el documental (incluso cuando toca delante de la cámara) hay criterio.

"He & She" es una historia: la narración musical de las aventuras de un niño y una niña que crecen juntos: la emoción, el primer beso, el miedo, la primera vez, la relación, los conflictos. La música también crece (o se pierde): se deshilvana a lo largo de la historia, cambia al mismo tiempo que cambian ellos y cambia su amor (o su enamoramiento). Lo más increíble es que esa historia es, a la vez, la historia del jazz. La inocencia de los niños cogidos de la mano, la inocencia de los niños susurrándose al oído, es el primer hot de Buddy Bolden, una música de ilusión y celebración que va mutando en dos canciones desde el jazz de King Oliver hasta un swing muy personal sin big band alguna. Luego aparecen el bop y el hardbop con el movimiento y la intensidad y la confusión de la adolescencia; después, el vacío del free es la primera caída, y la fusión, una especie de tango que revela el placer carnal del primer sexo. Por último, la vuelta a los orígenes: el blues: él y ella, y ella y él. Un banjo, un tren y una alita de pollo: la ligereza de lo importante, la importancia de lo necesario.

What cause country bluesmen to claim, a man and a woman is a dangerous game

A veces los veo cogidos de la mano, caminando por una cuesta que
siempre asciende donde los comercios se transforman a cada paso y sus dedos también cambian, como si el tiempo estuviese acelerado y su tiempo (el de ellos) fuese sólo esa caminata. En ese pequeño espacio ellos son lo único inmutable (sus corazones). Mientras que la licorería es ahora una tienda de electrodomésticos y la tintorería una sala de lavadoras automáticas, ellos siguen caminando (ascendiendo), a veces a gritos, a veces deteniéndose para un beso largo (a veces incluso se desnudan y echan un polvo en la acera), a veces preguntándose por qué siguen cogidos de la mano. Pero caminan, avanzan y giran y bailan con una farola. Se mueven, y en ese movimiento está la fuerza del orden y del sentido.

Decía antes que Wynton Marsalis tenía criterio para ordenar el basurero y se nota que se pone el mono de trabajo y se ve que es un erudito de los plásticos y reciclables. Pero hay algo más, algo indispensable posterior al orden (porque sin ello no hay música que funcione), y es que Wynton Marsalis también tiene imaginación y puede imaginar la historia y hacer de ella una historia que contar.

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jueves, 2 de mayo de 2013

Horace Silver - Blowin' the Blues Away

Blowin' the Blues Away fue el primer disco de jazz que me compré.
Siempre pienso que si me gustó fue por esa mezcla, esa mezcla tan sencilla que es su música, como si Horace Silver aunase sin esfuerzo los ritmos de Mozambique y de las Galápagos, ritmos del Congo e iraníes con el blues americano, y lo hace como si Mozambique o Irán (incluso América) fuesen ficción, como si fuesen irreales y por tanto su única realidad fuese la música que proyectan, es decir, lo que son: su movimiento: sus movimientos en el espacio, es decir, tiempo.

Y al pensar (hoy no quiero hablar en imágenes) en la realidad, en el tiempo, pienso en la modernidad. Pero lo pienso de una forma un poco deslavazada, como si estuviese en esa mezcla de Horace Silver, y me digo: es que esa mezcla es la Modernidad!! No la suya por ser de él, sino la mezcla en sí: el collage, la irrealidad geométrica y de líneas que dejan de ser paralelas y se juntan, la compilación. La creación a partir de otras cosas. Quizá eso es lo que ha sido siempre la modernidad (y quizá por eso entiendo cuando alguien dice que la posmodernidad, como tal, no existe, pues no puede existir algo posterior a lo moderno, que siempre está siendo), pero ahora desaparecen ciertos límites, desaparecen ciertas fronteras espacio-temporales sin las cuales, de pronto, miramos hacia atrás como si fuese un terreno gigante y miramos hacia delante como si ya no hubiese más terreno (y en realidad hay un terreno virgen y salvaje, una selva llena de escombros que vuelan y que susurran). Y luego miramos a los lados para ver y saber qué hay a nuestro alrededor y qué podemos hacer con eso.

Horace Silver lo hace (como otros muchos jazzeros) de una manera integradora, consciente, siempre con una base en la que pueden caber todos esos espacios extraños que antes quedaban cercados en sus propios sitios. Sus temas son de ese hardbop basado en el blues y el gospel, con miles de variaciones flipantes en las que entran todos los ritmos, ya sin fronteras. El mundo se hace gigante, el mundo cobra su propio espacio, pero todavía dentro del sentido: porque el tiempo fluye y las voces siguen comunicándose entre sí. La base no se pierde, la Zona existe o al menos se siente que hay algo por debajo del sonido: algo profundo, especial, misterioso y oscuro, y que toda esa música es, en el fondo, la búsqueda constante de la propia profundidad, la búsqueda de la Zona (ese terreno virgen e inexplorado, esa selva) y la modernidad (esta modernidad), la integración de los elementos del mundo.

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