domingo, 29 de diciembre de 2013

Hank Jones - Upon Reflection

Su madre la llamaba por cuarta vez escupiéndole al oído, apaga esa música y ven a comer!
Su padre se acercaba con las botas de hierro y rompía el silencio de su pelo, pareces una morsa seca hija mía.
Su hermana se acurrucaba en la ventana abierta, con las lágrimas como palabras que gritaban, si no me haces caso me derrito como una princesita triste que seré.
Sus hermanos caían por los suelos chillando ven! ven!, y luego, corre!, corre!, y luego, vete al pairo!, mójate o eres tonta!, cataplasma descompuesto!, estropicio de algas verdes! Y chillaban sudando el esputo que luego tiraban al suelo: has sido tú!
Y ella, a veces, cuando por fin estaba sola porque la siesta caía sobre la casa como un consuelo, casi como un sacrificio, sonreía ligera sobre la cama casi como sollozando en la sonrisa, y se metía despacio un dedo entre sus piernas; entonces la veías sonreír un poco más y su cuerpo se hundía entre las colchas y a veces gemía contrayendo la almohada y las venas del cuello se extendían como medias y cerraba los ojos como cuando se sentía reinando bajo la ducha que la envolvía: saltando y gimiendo en la cama y frotando y metiendo cada vez más dedos que se hundían entre sus piernas hasta que ella misma, ella entera, ella ser, ya estaba ahí dentro: toda ella ahí dentro.
Entonces sí que la veías sonreír con todos los ojos y todas las piernas del mundo: sonreía mirando los calamares que se enroscaban entre sus pelos, los cuscurros de pan que flotaban muy despacio en esa especie de líquido pastoso que la envolvía allí dentro; a veces veía pasar un plato combinado de papas asadas y una pierna de cordero y ella comía tranquila hundiendo los dientes como si la vida sólo se hubiese hecho para eso; a veces veía una ballena blanca y gigante que llevaba banderas atadas en la cola y susurraba canciones de las divas que a ella más le gustaban; a veces y casi siempre encontraba una cueva oscura de paredes esponjosas y allí se escurría con los salmones que abrazaba y los erizos que le habían dicho los secretos para disolver las espinacas de su madre; y allí dormía: no soñaba: contaba hechizos a los niños alrededor de una hoguera: los niños contaban con los dedos: los dedos eran piruletas: los colores parecían amapolas: la hoguera seguía crepitando: los niños dormían abrazándose a sus lados como un castillo de naipes que se desmorona sobre una sola carta en pie que permanece, dónde?, decía despertando la cueva, dónde? y las llamas las miguitas de cuscurros que se esparcían en su lecho, cómo?, buscando la grieta que llevaba arriba-abajo en un tiempo que no se puede comprender.
La primera vez que encontró la grieta pensó que allí las cosas sólo podían subir, hasta que la grieta también fue su grieta y pensó que también las hojas y las ramas podían bajar y se sumergió hasta al fondo diciéndose en el buceo: abajo-arriba, ser dormida como ser los dedos pues la alcachofa no se arrima y la casa es calabozo, catapúm chimpón, búscate la vida o búscate un negocio, nadie se santigua por tus días, nadie se preocupa por tus ojos, encuentra la pócima el ámbar la costura que se enrede con las cosas y las cosas convertidas puedan ser lo realmente hermoso.

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martes, 17 de diciembre de 2013

Ahmad Jamal - Ahmad's Blues (complete live at the Sptolite Club)

El pianista invisible toca sólo con la mano izquierda y desaparece cuando le da la gana; no hace falta, dice, espera, que me voy a por un cucurucho de papas fritas, mientras el del bajo sigue con la mirada fija en una mancha del cártel de la línea azul y la batera el mismo ritmo que marca saltando ovejas, hasta que, zas!, vuelve al piano y, zas!, cambio de ritmo!
No tiene mucho sentido, pero yo le miro en uno de esos túneles de metro larguísimos y desguazados, es decir, miro su espacio, y pienso: esta es la canción más larga del mundo, y mientras lo digo no puedo dejar de mover las piernas como si tuviese catalepsia, la canción más infinita e invisible del mundo porque puede ser todas las que quiera y sólo hace falta la mano izquierda dándole al manubrio para que salga por una esquina y vuelva por la de más allá. De verdad, es como el correcaminos dejando una estela entre las montañas rocosas, lo que pasa que aquí el espacio es siempre el mismo y el pianista invisible siempre vuelve al mismo lugar porque siempre tiene que seguir tocando pero su sonido hace eso: corre que te pillo dejando una huella donde estuvo, el hueco vacío por donde no puede volver a pasar!, como si sacásemos de una mazorca todos los granitos y ya, claro, no los podemos volver a comer, pero tampoco los comimos, así que dónde están? Yo digo que en el bar tomándose una cerveza bien tirada, de esas de golpe en la barra para que la espuma suba, aunque mis amigos dicen que siempre es pacharán, pero no les hago ni caso, el pacharán es para las noches de niebla y fiebre y la cerveza es lo que los pianistas invisibles y sus sonidos toman en los bares del metro, que todavía existen, se apoyan en las esquinas de las barras y aspiran el olor a tostadas y miran el escote de la camarera que es un poco bizca pero con los labios pintados de azul no hay quien la quiera más. Por eso, cuando pasas por el túnel larguísimo y destartalado de la línea azul, puede que él esté ahí o no, objeto ausente o presencia invisible, pero seguro, de verdad, que si te paras un instante y pegas el oído a una pierna y miras al batera con cara de insomnio y al bajo que parece sonámbulo, el sonido aparecerá, aunque esté dando vueltas estará ahí y podrás escuchar la canción más larga del mundo, y entonces, sólo entonces, entre tus manos tendrás la mazorca gigante con todos los granos amarillos más gordos que nunca se han visto y, si quieres, te los comes, aunque yo siempre me los guardo para la noche, debajo de la almohada, por si acaso, en sueños.


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