martes, 22 de julio de 2014

Duke Ellington - Such Sweet Thunder

Quería escribir algo bonito, quería decir de la mariposa que flotaba por encima de los fresones del huerto, por debajo de las parras que plantaban la sombra para ella y para nosotros los que miramos, todo sombra refrescante y quería escribir algo bonito sentado en la mesita de patas chuecas bajo los fresones, junto a ella revoloteando en mi oreja izquierda, una mesa de metal, sentarme adormilado con los ojos hacia dentro y los dedos intentando asir sus alas, pero era demasiado, palabra, quería de verdad escribirle algo bonito a los truenos que caen como si dijesen ¡realidad! en cada tormenta de verano que nos empapa las calles (pero era de noche y en la casa alguien enchufó el gramófono que siempre había estado muerto y sonaron los cascabeles, sonaron las charcas donde las ranas morían de tuberculosis sin crujidos ni croares de desesperación (son puro silencio) y sonaron las trompetas del cordero en la colina y el diminuto piano de juguete que anuncia la aparición): todos eran calaveras los que allí estaban de pie contemplando la mariposa verde en el huerto, todos huesos y todo la consternación de un momento, ¡decide!, ¡muere!, y cada personaje se movía de forma tan diferente en la condensación de las voces, sí, todos hablaban con los dientes llenos de legumbres pasadas, todos movían las cuencas y las mandíbulas batientes en huesos de exposición: las voces eran todos rayos de tormenta y un galeón que llevaba la magia a la única isla donde podía residir la realidad, crujidos en la basura, el enganche que faltaba del broche de un mercader que vendía almas a cambio de chicles de fresa (y los recogía apenas con dos dedos estirando al otro lado del mostrador, casi con miedo, casi como si el chicle fuese la vida y al otro lado estuviesen todos los cadáveres que le esperarían al final), y ellos seguían mirando en el huerto los fresones o las enredaderas que vertían desde el fondo de la tierra una savia desconocida y ácida que se lo tragaba todo, musgo, plantación, las parras eran de acero y el toldo lo compró alguien de la casa en un mercadillo, y en la casa seguía sonando el gramófono de ánimas que carburan la providencia, cada daimon que se aparece en la oreja al susurrar tu destino, ellos, cada voz que aparecía por detrás para plantarse por delante (¿dónde estaba yo?, ¿desde dónde podía decir esto si no era en la muerte, sentado a sus lados, acariciando las calaveras que eran mi sostén y mi precipicio en la tierra?), y quería, palabra, escribir versos alegres para Long John y la familia Incandenza, para el pobre Tyrone Slothrop y su amigo Hans de la mano Castorp, que todo lo anegaba en la plaza de adoquines negros con su vómito salpica-salchichas, pero dónde quedaba eso, fuera del huerto, seguro, lejos de la mariposa posada en el sombrero y la pluma azul del nieto de Hamlet, en las manos de las voces que miraban a los setos y exclamaban versos jámbicos y casi olvidados en el cajón de las nubes, moviéndose entre las flores como torbellinos de arena, y se preguntaban, todos, a cada rato, qué rey fue el de su tragedia, qué pesos cayeron sobre el burlón y sus ninfas, dónde murió el gordo Wells para acompañarlos a todos por el camino de las muchachas de calzones caídos.
Cuando todos se iban, alguien mató al gramófono, a lo mejor porque el enchufe estorbaba el paso de la fregona por la cocina. Cuando todos se iban, las luces se fueron del lugar, la mariposa estaba en otro mundo, los rayos no caían porque las tormentas de verano son sueños que se mueren por salir y yo no dejaba de preguntarme si entrar en la casa era el mismo segundo cuerpo de hueso y estiércol que sentía todo el rato por debajo de mí, tumbado sobre un césped brillante, acariciando la frente de una muchacha sucia y despistada que sonreía sin fin.

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