viernes, 28 de junio de 2013

Rebirth Brass Band - We Come to Party


Están locos. Son unos niggers, unos guerrilleros, raperos de soy mejor que tú con mi palabra en el bote de pepsicola yeah men, pero en vez de palabras tocaban trombones que parecían bazokas y saxos sueltos que siempre picaban a lo bajo, porque los dedos tiemblan y tienen tres filas de vientos que vienen y van, unos por delante, otros desde la sexta fila, alguno escondido entre la multitud con un sombrero de fieltro verde y un mini de cerveza que salta y gota a gota. Es que están por todos lados y nadie puede verlos, susurra el policía. Ellos son la ciudad, le responde el carnicero, y todos deberían reconocer la sangre de chuletas.


Siempre vuelve la ciudad del jazz, da igual que hagas lo que hagas vuelve una y otra vez sin darte cuenta a la canción que escuchas y de pronto dices, esto es aquello. Lo de más allá fue. Esto se me mete en la oreja como una lengua larga y afilada en cosquillas y no puedo hacer más que restregarme los pies contra el suelo y ajustarme los calzones a la cabeza. Por Dios que dan ganas de saltar, de arrastrarse con las manos a ciegas y la nariz tanteando el terreno; ganas de agarrar un bote de mermelada y mezclarlo con vodka de 90 grados y pegar un chupito y escupir fuego, como ellos, junto a una chica de cuerpo fácil y sonrisa caliente que te tapa con la manta todo salvo las cejas, para que puedas seguir sus pasos hasta la puerta roja. En el fondo son más herméticos que Pitágoras, pero su club es el de la borrachera y las salchichas en barbacoa y los cánticos para animar a los Saints con camisas horteras y trajes de medianoche. Y siempre con el estuche del saxo al estilo Banderas, que si se tercia sacamos uzis y el bazoca del trombón y la liamos parda. Uy no, eso no, dice el policía, que aún me duele la barriga de bailar con la nigeriana. La calle arde, le responde el quaterback que pasaba por ahí para robarle un trozo de donut, y nadie sabe de la arena de los parques para niños salvo ellos.

A veces me desternillo yo solo pensando en el tipo de la tuba. Aquello es como el infierno de una anaconda rodeándote. Son gigantes, son titanes al estilo Hércules que luchan y gobiernan a la hidra que les engulle. Luego que ya tienen la cabeza en su garganta de púas afiladas sólo queda soplar y del viento sale el latido, pum pum pum, el latido que camina, walking bass para todos y barra libre de bases  para que corráis u os deslicéis por encima. Qué harían sin tuba? Qué haríamos si no se hubiesen cargado la gigantomaquia con una de las suyas? No habría nada, dice el policía rascándose la nariz en la esquina del bar 8. Y por eso llevan el peso a la espalda, le responde la mujer de ojos tristes, la carga de la fiesta que nunca para. Por eso acabaron enrollándose como locos y la pistola del oficial Davids se le clavaba a ella en el ombligo, pensando en la verga que habría debajo, obnubilada por la mentira, feliz de no estar tan sola una noche de fiesta de domingo.

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martes, 25 de junio de 2013

Dead Capo - Sale

Son unos desfasados. Y unos gángsters. Aunque en realidad, en el escenario, les veo vestidos como les da la gana, mirándose entre ellos así un poco distraídos, mirando a una grada donde un desconchón en la piedra roseta o sin mirar a ningún sitio (como se mira hacia dentro, digo yo), sacando sonidos desfasados que parece nunca van a encajar con el resto del tema, o con la melodía (si es que hay) o con la escala, y van y todo hace clic como si ellos cuatro fuesen una manivela gigante de dar a la tecla.
Les importa un pepino si la gente pide chupitos de María y Magdala o se sacan los mocos con las servilletas del McDonalds que se han llevado con el menú, ellos están como si no estuvieran, en su mundo (en su sonido) y en su música, que es como una sobreexposición de un fotograma a todas las millones de luces que estos tíos deben de haber escuchado.
Me los imagino jugando al pilla pilla con algún gato gigante e invisible que nadie entre el público ve. Que te pillo!, que te agarro el pescuezo!, ven aquí cabronazo (aunque no hablan y sólo mueven los labios para expresar singularidades técnicas del aire y la conducción de fluidos universales). Por eso, al final siempre lo cogen, al pobre gato gigante, y se lo acaban zampando allí arriba, con un poco de ketchup que le roban al tío de las servilletas del McDonalds. Lo más asombroso es que, durante la odisea de la caza del gato gigante (que en su idioma se llama "Carnaza"), siguen tocando tranquilamente y sólo se les ve (si uno presta atención) una ligera mueca como de apretar el maxilar inferior cada vez que el gato pasa por delante meneando la cola.
A veces parecen de banda sonora de Tarantino y a veces de grupo heavymetal con sus chirridos y sus rasgados, pero en el fondo, en su aglomerado militante, hay una coherencia brutal: una inquietud de descampado. Un pasto raleado y vallas electrificadas, una batería descuartizada y tres trozos de pared donde algún niñato ha pintado dos pollas entrecruzadas como si fueran el comienzo de una bandera pirata. Al fondo se ven los luminosos y los neones de putis y hoteles y casinos y casas de apuestas, y se ven los edificios grandes de cartón ladrillo (todos muy postindustriales) con vayas de anuncios de tías en pelotas que te venden trozos de lechuga clandestinos.
En ese descampado es donde tocan, mirando el cielo lleno de ruido ambiente y aviones de carga. Esa es su inquietud. Y ellos, despacio a veces o muy rápido, van llenando el silencio para que al final, gracias a dios!, aparezca un gato gigante o un chico con patatas fritas o una señora en paños menores que les arregla los cables y tira un beso al infinito (eso que en su idioma se llama "Cicatrizando el aire").


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viernes, 21 de junio de 2013

The Cinematic Orchestra - Ma Fleur


Melancolía la añoranza de un lugar que nunca existe físicamente, un lugar o un tiempo, una esencia, cientos de mariposas negras sobre un campo de trigo y paja, túneles y pozos que se doblan sobre un río, un puente estrecho, el puente estrecho conectando las desavenencias en las que a veces no queremos creer, dónde está cual, cómo es eso, qué voy a hacer, quién:
búsquedas que son la partida entre medias, la vida que cuece entre nacimiento y muerte no es un suspiro ni un hálito, sino un violín o una cuerda o incluso todas las cuerdas que flotaron alrededor de las orquestas para niños; un piano, una voz dulce o áspera o incluso un recodo (un hueco), ese hueco donde por las noches las láminas de piel se derriten sobre la alcantarilla y son líquido rojo y ámbar fluyendo en círculos que destilan la imagen de nosotros mismos: una mujer gigante que se encorva al pasar por el túnel del metro, un pájaro fénix que te susurra despacio el filo del cuchillo que alguna vez te deberías clavar, la baba en la almohada y la risa de los payasos y también la risa de las mujeres en trance que agitan sus bebidas de fiesta:
sangre y hecatombe porque dormimos, sangre y costra virgen porque hay algo por detrás, sangre que respira cuando añoramos lo que nunca hemos visto, como aquella vez cuando un niño mordió las naranjas como si el jugo en su mentón fuese la savia inmortal de un árbol invisible: un campo lleno de mandarinas esparcidas como globos, un campo entre la playa y los montes verdes, un campo lleno de manos blancas que palpan lo que encuentran llevándoselo a la boca y a los sobacos y a la entrepierna porque, qué es respirar sino eso.
Respira respira mandarina, encuentra el poro donde colarte, la cuerda del violín que bate desde las olas y la arena; ten tu voz y tu garganta que a nadie más prestaste y cógela como un cáliz y tiéndete mirando al cielo: por ahí arriba está lo que buscas, por ahí abajo también lo que a todos pertenece y ninguno sabemos encontrar, eso que por detrás de tus ojos, eso que traga todo lo que siente como un agujero negro, eso que añoro al sentir los pasos de un gato que se acerca por la calle: los viaductos de la ciudad durmiente, las piernas de la mujer, los hilos de lana que nos unen por la noche.




miércoles, 19 de junio de 2013

Lyambiko - Out of this Mood

Ella me recuerda a ella. Supongo que por la piel morena y la garganta rasgada, la respiración profunda que parece un estertor, o una risa. Un vómito.
Ella vomitaba con la pasta de dientes. Supongo que buscaba su anhelo porque siempre la veía meterse el cepillo hasta la campanilla, con saña, como una linterna en exploración. Luego ella se limpiaba las comisuras como una dama y sonreía como una puta y se marcaba los labios con lápices de acuarela sin dejar de sonreír.

A veces pensé que tenía un coyote muerto en sus tripas. Porque se vestía como una diva, pero nunca quiso cantar. Porque tenía flores en el pelo, pero siempre eran de plástico.
Al escuchar Work Song a veces la imagino, risueña como una niña, con una bata verde manchada en los costados de tanto apoyarse en las paredes para un descanso (porque la vida era dura y nadie la había inventado) mientras tarareaba la melodía entre dientes, sin dejar que el sonido saliese del todo.
Supongo que era eso lo que buscaba entre la campanilla y el cepillo de dientes. Supongo que era el sonido, porque cuando abría la boca para cantar sólo salían gorgoritos y a veces algún ladrido lastimero del muerto que portaba entre las tripas. En realidad, creo, no se daba cuenta de que los coyotes muertos sólo salen al abrir la voz, o la mente, o el coxis, cuando las putas se abren de piernas y muestran la selva de orquídeas que llevan entre los muslos.

Supongo que si ella me recuerda a ella es porque ella es la imagen de la cantante que yo creo que ella quería ser. Todo un experimento. En el fondo todos tenemos coyotes por ahí, en los pozos y las minas, coyotes vivos o coyotes saltarines, coyotes que son payasos de circo o coyotes que buscan el quark encanto porque necesitan ese olor aunque aún no saben lo que es. Ella tiene un coyote de canto rasgado y respiración de aguante y sacrificio, de pelos de punta, de escarpias en las vergas y amuletos de la suerte sobre la tapa del piano. Claro, ella también tiene un pianista, un pianista coyote de los buenos, de esos ojo avizor ten cuidado amigo: soy peligroso porque toco las últimas teclas del piano. Y cuando tocan, cuando ella alarga la voz y una nota de sus cuerdas queda por encima mientras el piano se marca un solo de aporreo, entonces cierras los ojos y ves una jauría de animales que corren entre las selvas y mean los árboles, mean los lagos y las lunas y comen todos los frutos y las bayas que encuentran, sin dejar de aullar. Sobre todo sin dejar de correr en ningún momento, sin dejar de respirar. Supongo que por eso ella me recuerda a ella. En el fondo es la ella que a mí me hubiese gustado ver, corriendo por los bosques más en pelotas que en calzones, meando en cada matorral sin dejar de cantar, con las bocas bien abiertas y las tripas bien abiertas y los pozos y las minas saneados después de la extracción.


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viernes, 14 de junio de 2013

The Five Corners Quintet - Helsinki Sessions

Están los sueños, y luego está el sueño del mundo, o los sueños de una ardilla que maneja las nueces no como un tesoro, sino como una imagen.
A veces me veo en Helsinki, y supongo que estoy ahí porque no sé qué es Helsinki. Pienso: es un sitio. Pienso un poco más: es una ciudad, una ciudad donde el frío y las miradas son lo mismo, donde las noches son blancas y hay tugurios bajo el suelo con escaleras kilométricas. A dónde llega cada escalón? Seguramente haya fuego vivo allí abajo. A veces pienso que eso es Helsinki, cada escalón la bala que algún sueño plantó en la retina de algún loco.
Hay cosas raras. Nunca hay coches. Las calles y las aceras siempre están en sombra, supongo que por ese árbol gigantesco que se alza muy cerca, por encima de los rascacielos, tan alto que nadie llega a verlo. También hay un silencio que es como un pitido, o una bruma, o una brisa (un zumbido?), algo en la niebla que envuelve y no te deja del todo, algo pegado a tu boca y a tus cejas, algo de lo que no te puedes separar por mucho que te estires o grites o llores para que te dejen salir de Helsinki.
Me suele pasar esto, que me veo en Helsinki, en sus calles y en su viento, pero luego no se qué decir de Helsinki. Helsinki ciudad de despertarse. Helsinki ciudad de dormir con una farola. Helsinki ciudad de tortillas de arenque y miel. Algo así?
Hay bares abiertos que sirven café en bol toda la noche pero decir noche allí es como decir castañuela. De hecho, en Helsinki no suelo decir muchas cosas, no porque no me entiendan, no lo sé, quizá porque no me entiendo o porque cuando camino en esa niebla voy pensando: que no haya nadie que no haya nadie que no haya nadie, y efectivamente, la calle está vacía al abrir los ojos, y cuando entro a uno de esos bares el camarero mira fijamente, como si aún no le recordase, y siento el frío de un interrogatorio.
Es eso Helsinki, el frío? Ahora pienso: no es eso. Hay una imagen borrosa, la entrada trasera en un callejón, privado sólo personal en la puerta, un crujido, los escalones que bajan kilométricos y esa humedad que asciende como el sudor de una multitud en las venas. Recuerdo. Una imagen borrosa, un sonido que no es ese silencio, un murmullo de vestidos y tachuelas, una bola de discoteca en el techo y otra tirada en una esquina con cristales rotos formando una sonrisa, y el murmullo aumenta y cambia en afinaciones y dos baquetas que entrechocan presentando el nuevo tema. Es eso Helsinki? Pienso: algo por ahí, aunque todavía no me acuerdo de cómo empezaba la canción.

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martes, 11 de junio de 2013

Grant Green - Goin' West

Qué tranquilidad!, qué parsimonia al caminar!
Mira cómo gira la esquina y se mete en aquel bar, mira cómo hace con sus notas esos malabares arabescos y sus notas le alzan el vasito de pacharán hasta la boca, sin esfuerzo, como flotando. Incluso en la barra sus dedos no dejan de moverse (y en la radio sólo suena la batería que acompaña el tamborileo). El barman va vestido de payaso y Grant le regala un arpegio de los difíciles contra la barra, un arpegio de esos que dan vueltas y no sabes muy bien cómo siempre vuelven al mismo sitio. Otro vasito! Hombre claro.
Detrás de él hay dos gángsters enanos con trajes rojos y corbatas fucsias que hablan en voz bajita y se palpan las rodillas por debajo de la mesa. Hay mesas ocupadas por escarabajos gigantes y mesas ocupadas por rubias semidesnudas que se perfilan los labios con el tedio del que las ve venir el resto del día. Hay policías fuera en la calle y hay policías escondidos detrás de la máquina de café y a lo mejor los enanos gángsters también son policías y por eso parecen tan nerviosos de estar allí (como todo el mundo lo parece, incluso en la calle o en las camas de matrimonio, nerviosos, nerviosos!!), pero Grant sigue con su tamborileo, con su ritmo invariable que aprendió en las tardes solitarias de Chicago donde sólo tenía la guitarra una hora y media (pero qué hora y media!), un ratín. Pero claro, decir que lo aprendió es como decir que uno se aprende a sí mismo (se descubre?) y en realidad su tamborileo es como un giro cósmico multiplicado por sus ojos de fumeta que ahora buscan la primera hebra del día. Ya es hora de salir de aquí, amigo. Ya es hora, repiten sus dedos en el último ratapám y le elevan del taburete mientras se despiden del payaso (payaso triste ahora porque se le va la brisa de verano).

Grant ya está en la calle, pero la calle es una cinta transportadora que le lleva, le traslada, le mueve por mucho que no haya ruedas ni mecanismos. El tema está en las manos y en el corazón (que ahora palpita, un tempo, dos tempos, catapúm y vuelta a empezar). El tema es la cinta y el magnetismo de una realidad que se abre, flus, en un instante, entre los rascacielos y los valles de hierba fina, como un telón: una Arcadia para dedos, un sauce para los que buscan sombra, un campo de centeno donde esperan los pianos y los bongos, la guitarra de roces sinceros que lleva toda la mañana tocando, un lugar sin tiempo para un tipo sin prisas. Es eso lo que hay detrás de los polvos y las sombras? Eso, y gente desmembrada que llora de alegría, porque de sus dedos caen gotas de licor rojo y de sus ojos cerrados se escapan imágenes de enanos payasos que sonríen con amabilidad y rebotan con nerviosismo.


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jueves, 6 de junio de 2013

Sonny Rollins - Way Out West

En el desierto caminar es como dar vueltas en un mapa en blanco, inmenso, vacío salvo por ti mismo, envolvente. A veces miras y te parece que los cactus son tus piernas y la arena es tu sudor y luego también parece que las abejas que imaginas son las moscas de tu piel (aunque esto sólo ocurre en casos de alucinaciones extravagantes), o que las marcas del ferrocarril son las manijas de un reloj que no existe ahí fuera.
El tiempo es inmenso, el tiempo no existe en realidad, o es un tiempo antiguo de esos de los mitos cuando los peces se transformaban en verdes sauces y las mujeres conseguían sacrificios por un amor desdichado. Claro, en ese tiempo, ¿qué te queda si no es dar vueltas? Porque la línea recta no existe y la observación es como mirar dentro de ti mismo: decir de una forma honesta (estilo mazazo) que estás perdido.

¿Y si piensas?, ¿y si te repites una y otra vez que tienes que salir de ahí? Tengo que salir tengo que salir tengo que salir. Aunque a lo mejor lo que dices es que tienes que salir de ti mismo, salir para ser de verdad ese cactus o esa arena o esas abejas que zumban delante de ti. ¿Salir del desierto es salir de ti mismo?, ¿ser un hálito, un soplo en el dios, un viento?
Sonny dice, no hay verdad.
Sonny dice, esta es la música del desierto.
Sonny dice, empezaré pero no llegaré a terminar (y con eso también escupe a las abejas).
Luego Sonny piensa que no hay fin, pero cree en los mitos que dicen los standards sin autores (las canciones-epopeya de cinco minutos) y como cree quiere mezclarlo todo y quiere hacerse un buen batido de proteínas, para encontrar el hueco, ese hueco de salida.

¿Lo encuentra?, ¿se puede encontrar? En realidad está la búsqueda, cuando Sonny dice, chupo la caña; cuando Sonny dice, aquí hay un montículo tan raro que me sentaré a rascarme la axila; cuando Sonny dice, ¿tocamos un poquito?, estoy on fire.
Luego pienso, entonces el desierto es gigantescamente enorme, y Sonny dice, es infinito, colega (pegando un salto desde una duna que parece un salto desde el rascacielos más alto de Manhattan).


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lunes, 3 de junio de 2013

Les McCann - Swiss Movement

Esto es soul.
Esto es 1969, la ráfaga y la espiga, la no revolución de los no revolucionarios. Esto es Jimmy Hendrix en Woodstock; los mismos sonidos, reproducidos a escala, de una generación que nacía desde una queja extraña. Esto es en directo y, claro, en directo el piano repicando como una gallina te pone los pelos duros y te deja la cabeza clara, abierta, a la espera de una imagen que haga real la realidad.
Quizá una pregunta en la lengua del anfiteatro y en sus aplausos fuertes, pero real como qué?

En el escenario siempre se mezcla la historia y la eternidad. La música como una piedra roma de los antiguos paleolíticos, que ellos mismos recogieron de otra civilización desbordada que adoraba dioses con cabeza de estrellas. La historia como... a quién le importa? Eso dijo ella mientras Less balbuceaba cada nota detrás de su piano. Lo dijo y se apretó a un brazo, a un cuerpo. Apretó sus pechos contra otros pechos y Less seguía balbuceando como si acompañase el sonido de sus tripas, porque ellas siempre van demasiado rápido y a cualquiera le cuesta seguirlas. Las tripas iban por delante del trompeta que chocaba contra la batería y una explosión y gritos en la grada que ya se apretaba entera contra sí misma: un cuerpo, un oído, una tripa dentro de sí misma. Uno en todos, todos en uno. Dónde estamos, preguntó ella. Esto es un sueño. Y el piano repicaba sin parar como una gallina con la batera desbocada hacia todos lados. Esto es real, llegó a pronunciar quitándose el sostén. Esto eres tú, y el hombre a su lado empezó a pellizcarle el ombligo mientras otros usaban sus lenguas y nadie podía decir nada salvo algún suspiro apocado.

Así hasta que todo terminó y la gente aplaudía abriendo los ojos. Se vieron desnudos.
El concierto había terminado. Las prendas yacían como rosas lanzadas al escenario. Había un sostén pequeño colgando de la cabeza de Eddie Harris. Hubo un silencio cortado con espuma mientras todos miraban los dedos congelados del piano.
Nadie pidió otra, pero todos pensaban que el concierto debía continuar. De todas formas, quién tenía ganas de volver ahí afuera?, eso dijo ella, con los pezones duros, y Less sonrió al piano. Supongo que les susurró al grupo: otra vuelta colegas, que está que arde aquí dentro y no nos quedan más botellas.

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