lunes, 20 de mayo de 2013

Cannonball Adderley - Mercy, Mercy, Mercy!

Creo que era sábado y estábamos todos un poco resacosos y con la piel como viscosa, como si las últimas horas de la noche las hubiésemos dedicado a sudar pegamento y rebozarnos por el sofá (que ya de por sí pringaba lo suyo), como osos verdes y gigantes con toneladas de miel. Y ahora ya no podíamos más.
Había café pero estaba frío. Teníamos ojos, pero eran como rendijas que todavía no se adecuaban a la luz. Queríamos movernos, pero todavía era muy pronto o muy tarde y sólo se nos ocurrió poner un disco al azar y abrir una cerveza y mirar las paredes llenas de grapas que alguna otra noche habíamos colocado muy muy arriba, con alguna foto de alguna chica ligera de ropa que nos enseñaba el pompis.
Creo que alguien quería ducharse, o alguien quería vomitar, o todos lo intentábamos sin éxito porque estábamos pegados a la superficie del sofá, cuando sonaron dos patadas en la puerta. Éramos incapaces de movimiento y por eso, después de la puerta, sonaron nudillos en las ventanas, gritos y golpes y piedrecitas con las que los niños querían hacernos despertar. Alguien subió la música (y el disco empezaba a animarse) y alguien recordó que era el cumpleaños de uno de los pequeños.
Creo que todavía hablábamos mirando la pared (sus grapas) cuando hubo otra patada, tan bestia que estuvo a punto de tumbar la puerta: de cualquier forma iban a entrar: eran niños: era su fiesta: tumbarían la puerta si hacía falta: querían beber con nosotros y fumarse un piti con los dedos como si fuesen pinzas de depilar.

Con los niños (eran dos) entró un ruido rarísimo y una ventolera que nos puso los pezones como flechas. El ruido era la continuación de la noche, era la barbacoa de mediodía y las piñatas que querían colgar por encima de nuestras cabezas. El disco llegó al cuarto tema, Sticks, y todos nos imaginamos bastones de caramelo para colgar del árbol de navidad y saltamos del sofá y ofrecimos cigarrillos y tartas de manzana para celebrar el cumpleaños. Uno de nosotros cogió al más pequeño aúpas y empezó a dar vueltas con la canción, como si todo estuviese en eso: como si el movimiento de un yoyó fuese lo único que hubiésemos necesitado: un grito, dos hostias, la cabeza balanceándose con el saxo alto, muchas risas, un piti apurado hasta el filtro, la puerta abierta por la que todavía entraba el frío mañanero.
El niño todavía estaba en sus brazos, pero ahora ambos estaban por el suelo revolcándose como osos verdes y diminutos con toneladas de miel que nos hacían desear más música, más y más risas, más, mucho más ruido. Supongo que por eso Sticks sonó unas cuarenta veces, hasta que todos estuvimos extasiados y con la bilis cayéndonos por las braguetas y con tantos pitis en el cenicero como si hubiesen pasado horas de noche en ese baile, una danza que era al mismo tiempo un rito de iniciación para ellos y para nosotros, para salir a la calle (al bar de enfrente) y despedirles con un abrazo y un luego nos vemos, y empezar la mañana, con otro piti y otra cerveza, con los gritos y las risas y las patadas de los niños que todavía zumbaban en nuestras frentes como un tren de carga que lleva miles de vagones enganchados a sus tripas.


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