lunes, 21 de octubre de 2013

Tommy Flanagan - The Trio

La ciudad está llena de líneas que no consigo ver. Líneas de metro que convergen y terminan en callejones sin salida donde la única opción es cerrar los ojos. Líneas de metro que ruedan y circunvalan las calles y avenidas que son más líneas que sólo desde algún mapa de la ciudad podría diferenciar y decir, esta cruza con aquella, la otra rodea toda la ciudad, esta calle camino, esta calle me corta. No veo las líneas de teléfono que hablo, no veo las líneas que bifurcan alcantarillas (mi agua, dónde está mi agua llena de peces radioactivos) y a veces me obsesiono y miro por la ventana las líneas que son el recorrido de la gente caminando para comprar el pan. A veces veo algo: un guante que se desliza de una mano y todavía huelo la crema hidratante que los dedos deslizaron, una barba llena de musgo donde crecen madreselvas escondidas en la nariz, los latidos de la mujer que trabaja en el edificio de enfrente cuando saca la fregona y baila un vals frente a la ventana. 

Y luego está el clic.

                                  

El clic sólo pasó una vez y siempre lo busco por las cuestas que camino, mirando los ojos de los otros, mirando muy dentro si me dejan, mirando muy fuera si no puedo otra cosa.
Es difícil explicar el clic, casi como un cambio de escala en el que la canción que caminaba cambia de tono y pasa a las uvas y las fiestas de corneta y gorritos de cartón y tú sólo escuchas la canción y no piensas ni explicas ni nada de eso. 
Yo sólo veía un vagón de metro en una línea que había de terminar, un vagón de gente que trajeaba sus miradas con corbatas de seda azul y anillos de diamante, un sitio más bien apretado donde el silencio era como una gripe contagiosa y lo podías sentir rodeándote al estilo abrazo cálido de manta roñosa que te supura fiebre. Incluso el mariachi que quería cantar parecía no decir nada y por eso salió del vagón y ni siquiera pasó la gorra. 
Fue siguiendo el camino del mariachi que la vi, sentada diminuta entre dos señoras que tejían patucos con agujas gigantes. Ella parecía no estar, porque ella sólo miraba con ojos enormes el techo del vagón, casi como un gato pensé, como cuando los gatos miran fijos un punto porque, yo creo, ven cosas invisibles en ese punto, cosas que seguramente no existen como cosas ni como palabras, cosas que existen, digo yo, pero que sólo veía en sus ojos como reliquias de amor y ángel. 
Ella miraba el techo, y al mirar, en sus ojos enormes torbellino, yo veía una señal de tráfico tumbada en una encrucijada de tierra y miel, veía lápices de colores que parecían plastilina esparcidos sobre la cama de una mujer desnuda, veía pezones que sonreían la luna nueva por ser lamidos, y luego vi agua y cataratas y un delfín que sólo volaba por encima del océano como un aspersor de pequeñas gotas brillantes. Durante todo el trayecto vi hadas saltamontes en sus ojos que no dejaban de mirar el techo y luego, de golpe, ella abrió la cara y salió del andén como si el techo hubiese cambiado de vida y ahora fuesen las calles, la boca de metro que nacía de una avenida transitada. La seguí hasta llegar a un bar y vi su sonrisa donde había conejos saltarines en cada encía y uno o dos barcos piratas que surcaban la lengua. Pasé a su lado y olí un perfume lleno de tierra mojada y arcilla en las manos. Me senté a la barra y la vi hablar con un hombre y vi a un hombre hablar con ella. Parecían comerse las palabras del otro y él sonreía como ella, aunque un poco más triste o un poco más cansado. Cuando ella se asomó al balcón de la mesa y le besó en la boca, todavía sonriendo, todavía con los ojos como si viesen en el techo del café la luna que llegaba desde afuera, entonces me dije, deja tranquila la vida que existe y vete a casa caminando por la acera y camina por la línea y camina por tu línea que te enseñaron sus ojos. Y esa noche, cuando llegaba a casa, había visto millones de cosas en cada hueco de alcantarilla que me cruzaba, en cada marquesina de autobús donde un anciano esperaba mirando el reloj de su muñeca como si el autobús, me dije, fuese a aparecer desde la manilla de las horas, como si el bus, siempre y de verdad, llegase del tiempo, sin importar cuánto quedaba para aparecer, siempre presente, siempre real. 



No hay comentarios:

Publicar un comentario