miércoles, 14 de agosto de 2013

Pat Martino - Exit

Todas las cabezas miraban las piedras del camino.
Todos los ojos mojaban las estrellas por la noche.
Podía parecer una procesión, pero cada uno caminaba solo por mucho que sus labios se moviesen. Abrías las piernas y estabas allí, no había otra, desierto o carreteras, mesetas y bosques de arbolitos que giran y retuercen sus sueños de agua, con gatos y más gatos que miraban desde lejos lo que no podían comprender. Toda la gente que salía de sus tiendas de campaña y andaba.
Éxodo.
Exitus, porque así hablaba uno de los caminantes, mirando entre los sobacos afeitándose con las uñas: decía en latín que decir así era el color de las ramas, y nada más, y no le importaba el salchichón ni la cuerda que ataba su cintura.
Luego cantaba, aunque casi no podía oírle. Caminando.
A veces alguien tropezaba con las raíces del camino.
A veces las vacas ocupaban la cañada y todo se detenía.
A veces una chica abría tanto los ojos que caía en un desmayo que parecía carcajada, regada por la lluvia de la noche, abierta. Y yo me decía: ella sigue caminando en un matorral que le retuerce la nuca, aunque quién sabe, todo puede salir.
A veces te saltaba un caballo gris, enorme, cuando el sol todavía no picaba y había una subida suave por delante de nosotros, cortando el trigo. Entonces comprendías de qué iba todo eso aunque se te olvidase en un instante. Olvidar era necesario. El camino se olvida para salir, continuamente. El camino se acuerda para construirse, aunque las niñas no podían entender, y las boinas parecían hablar cinco idiomas regionales que ya nadie tenía en cuenta.
A veces, en el silencio, aparecía una guitarra, un sastre que tejía la piel de nuestros dedos con una aguja desinfectada. Los perros que lamían las rodillas y las moscas que alababan el sudor. De qué eras parte? Podía parecer una procesión, pero si cada uno iba solo era porque así tenía que ser:
Viendo la noche y viendo el día se te olvidan los relojes y se te va el pulso hasta el infinito; por eso yo iba cada vez más rápido y cuando había una cuesta mi amigo se lanzaba corriendo entre las piedras: porque ya no había peso, porque la espalda era pura levedad y yo agitaba los puños y gritaba: hurra, hurra!
Parecía una brisa marina su sudor colgando del aire.
Parecían pianistas mis dedos apartando las zarzas del riachuelo.
Cuánta bajada!! Y la subida ya daba igual y si apoyabas las manos en las rodillas era para un grito, para un salto, para volar en los arrozales y llamar al viento.
Al final ya no había nadie detrás de nosotros. Tampoco delante. Sólo quedaba caminar y sudar, acabar con nuestras piernas para salir a la locura, para llegar a la playa que contenía todas las letras que se nos habían perdido por el camino: todos los vinos, todos los alces inmaculados.
Queríamos una reina de espuma en la boca.
Queríamos dos perras que oliesen la mentira.
Queríamos alcohol derrochado entre agua fétida.
Queríamos barcos pesqueros, aunque yo también quería remos para bailar sobre la madera.
En el fondo yo también quería más camino para salir, o para seguir saliendo todo el rato.
Exitus, decía el monje cantarín, y luego las voces le seguían, y se iban como fantasmas que persiguen la luz en una tumba salvaje.

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