Se aleja por la calle contoneando en un tacón la savia de la vida (que seguramente caiga más tarde de uno o dos pezones en su cuello como un gota a gota salino de un enfermo terminal).
Se aleja bailoteando por la acera los pómulos de sus nalgas, las condiciones de la eclosión de un huevo que siento ahora dentro de mí y giro sobre la misma idea (el mismo huevo) como una repetición de sostenidos e isósceles, repetición de esdrújulas en el paso del autobús, porque yo espero en la marquesina mientras ella se va y aunque se va de espaldas (y veo el pliegue del sostén entre sus omóplatos) puedo llegar a sentir su sonrisa entre dientes de leche, su cuerpo menudo y apretado en mallas de sartén, sus tetas que bambolean al ritmo de una marea donde la veo, sí, jugando desnuda entre las olas y revolcándose en la arena como un castillo al sol que sigue el aliento de la corriente. Todo, por dentro, gira mientras el autobús no viene y todo, en realidad, está detenido en un semáforo en rojo gigante cuando me aprieto los ojos y me meto los dedos hasta el fondo de la nariz y me siento bucear en la clara del huevo sobre el que la idea se sostiene y que tiene, en realidad y en el fondo, todas las ideas y todas las yemas posibles dedicadas a una concatenación de acontecimientos que me enlacen al deseo (al sentido), porque eso es lo que hay dentro de las cáscaras, eso es lo que tengo para ofrecerte si es que decides un detenimiento, un stop, un hombrecillo que parpadea en verde y sujetas tu máquina de escribir entre tus piernas y no, eso, no cruzas el paso de cebra sino que esperas, te detienes mirando para atrás y observas un instante a ese hombre barbudo catatónico y empalmado que espera a algo (y no sólo al bus) y quizá entonces ella no piense y sólo sienta como es nuestro deber y se instale la calma, la tranquilidad del piano al otro lado de la calle, un calvo que espera con flores, la luz que me envuelve y ya no noto el sujetador apretándome en la espalda ni esta tensión de los hombros cuando alguien mueve las llaves como si fueran cuchillos, sí, ahora el sol se aclara entre las gotas del gorrión y se abren las ventanas mientras sólo me detengo y esa señora sacude el mantel en la terraza y todas las migas caen como si fuesen confeti desde una piñata gigante, yo tengo la piñata, yo y mis manos somos la ilusión de un cuerpo y él no es el hombre que me mira, es un hombre, de la misma forma que amar a un hombre es amarlos a todos y amar el mundo que hay en un él, un beso siempre que me caiga de la cama, una caricia entre las piernas para empezar, el aire que aclare la mañana ahora que me acerco y tomo su mano y subimos por fin al autobús donde la peña es flipante y ella se me escapa de entre los dedos a causa del sudor y esta maldita mochila que me pesa, y los cuerpos de los viejos que se agolpan en la entrada de charleta con un conductor medio cegato, ey!, pero ella me espera, ella ha encontrado un hueco entre los asientos, una barra lateral donde colocar las manos, y ella y su contoneo y ella y su lapiz de sol, y ella y un labio y un ella y un manto y un tacto y una luna y un brazo y una espalda en la yema de mis dedos y un aroma de unos cabellos que se apoyan y sienten un crack, sólo uno (cualquiera y todos), de la yema del huevo cayendo en la sartén. Aleluya.
Shhhhhhhhhhhh.
DESCARGAR
No hay comentarios:
Publicar un comentario