Es la caza del sonido, uno tras otro se descomponen en los
pasos y las zancadas y las hortensias que se quedan a los lados del camino: una
expresión. Él se cayó de la bici cuando era pequeño y dijo que nunca más
montaría sobre las ruedas que no fuesen él. Él es su guitarra. Sus dedos son
marcapasos de un corazón que recorre las llanuras y las selvas con la escopeta
en sus ojos y esto no es una descripción sino un recuerdo. A veces iba despacio
y se marcaba entre los gritos de su colega al piano que iba realmente puesto de
algo muy fuerte y duro (y que apenas duró unos meses más, pobre Sonny), y a
veces iba tan rápido que las notas no se distinguían aunque fuesen siempre las
mismas, su marca (su sello en las postales desde Indonesia), el hombre Swing,
la llama escondida dentro y fuera porque lo que él hacía era transformar los
fondos en superficies: todo salía, no quedaba nada dentro salvo un trago de
saliva y molares y a lo mejor un intestino delgado perdido en su armazón. El
sentido nunca se descompuso para él y siempre fue el mismo por mucho que
cambiase de acompañante.
Le recuerdo en aquel bar perdido en las montañas, ya
suficientemente borrachos, cuando hablaba del lince que quería atrapar con dos
dedos y un hilo transparente, se lo había olvidado en casa, decía, pero no
importaba si había el ritmo de las huellas en la nieve. Tenía una amigo que
siempre le acompañaba y siempre iba descalzo, llevando una cantimplora
amarilla llena de brebajes que preparaba con agua de transatlánticos y líquido
para revelar. Les acompañé el día de caza y nos levantamos muy pronto, todavía
con las legañas que colgaban y el dolor en los brazos de levantar jarras
gigantes. Había grupos de niñas de excursión en la primera montaña y los profesores nos señalaban al
pasar con susurros de admiración y miedo: van a la caza, decían (o eso creí yo
siempre), no os acerquéis puede ser peligroso, mientras nos alejábamos por un camino que no era camino
y yo les veía borrosos por delante, sin machetes ni armas abriéndose paso por
los zarzales con las botas llenas de fango y las chaquetas que llegaban hasta
las nubes. En la segunda montaña les perdí y ellos ya no estaban. Había un olor a
gasolina y quizá un poco de comino en el aire, el comino con el que siempre
sazonaba cualquier comida que preparase y que le daba a su casa un ambiente de lavandería
mística y brumosa. Busqué rastros y pisadas, yo no tenía cuchillo pero había
dientes por el suelo y, más allá, al fondo de un claro, el cuerpo delgado y pisoteado de un tigre
blanco y gigante con las rayas rojizas que todavía parecía mirar las estrellas
con los ojos entornados. Grant lo había conseguido!, creo que grité hacia dentro y
hacia fuera, para buscarlos. Seguí caminando y llegué hasta la cima llena de nieve y de cascabeles que chillaban con el viento. Ahí estaba
él, atado, yaciente sobre una manta de pelos de conejo con dos cuerdas de
guitarra en los labios y un hilillo de sangre que le partía el dedo índice en
dos.
Cuando los médicos lo recogieron, y yo seguía allí, él seguía sonriendo aun con los ojos cerrados, entre la
victoria de ambos lados que era mucho más que la muerte, o que era lo mismo.
Del otro tipo, del hombrecantimplora con alcohol destilado, nadie habló nunca, y sus pisadas no se descubrieron. Por eso iría
descalzo pensé, aunque quizá tampoco hubiese existido más que entre los dedos y
las grietas de mi amigo, mientras tocaba un blues y se quedaba vacío con un
susurro entre los labios y una gota de cerveza colgando de sus muñecas. Descalzo en el swing, muerto de apoteosis.
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