viernes, 7 de febrero de 2014

Grant Green - Nigeria

Es la caza del sonido, uno tras otro se descomponen en los pasos y las zancadas y las hortensias que se quedan a los lados del camino: una expresión. Él se cayó de la bici cuando era pequeño y dijo que nunca más montaría sobre las ruedas que no fuesen él. Él es su guitarra. Sus dedos son marcapasos de un corazón que recorre las llanuras y las selvas con la escopeta en sus ojos y esto no es una descripción sino un recuerdo. A veces iba despacio y se marcaba entre los gritos de su colega al piano que iba realmente puesto de algo muy fuerte y duro (y que apenas duró unos meses más, pobre Sonny), y a veces iba tan rápido que las notas no se distinguían aunque fuesen siempre las mismas, su marca (su sello en las postales desde Indonesia), el hombre Swing, la llama escondida dentro y fuera porque lo que él hacía era transformar los fondos en superficies: todo salía, no quedaba nada dentro salvo un trago de saliva y molares y a lo mejor un intestino delgado perdido en su armazón. El sentido nunca se descompuso para él y siempre fue el mismo por mucho que cambiase de acompañante.

Le recuerdo en aquel bar perdido en las montañas, ya suficientemente borrachos, cuando hablaba del lince que quería atrapar con dos dedos y un hilo transparente, se lo había olvidado en casa, decía, pero no importaba si había el ritmo de las huellas en la nieve. Tenía una amigo que siempre le acompañaba y siempre iba descalzo, llevando una cantimplora amarilla llena de brebajes que preparaba con agua de transatlánticos y líquido para revelar. Les acompañé el día de caza y nos levantamos muy pronto, todavía con las legañas que colgaban y el dolor en los brazos de levantar jarras gigantes. Había grupos de niñas de excursión en la primera montaña y los profesores nos señalaban al pasar con susurros de admiración y miedo: van a la caza, decían (o eso creí yo siempre), no os acerquéis puede ser peligroso, mientras nos alejábamos por un camino que no era camino y yo les veía borrosos por delante, sin machetes ni armas abriéndose paso por los zarzales con las botas llenas de fango y las chaquetas que llegaban hasta las nubes. En la segunda montaña les perdí y ellos ya no estaban. Había un olor a gasolina y quizá un poco de comino en el aire, el comino con el que siempre sazonaba cualquier comida que preparase y que le daba a su casa un ambiente de lavandería mística y brumosa. Busqué rastros y pisadas, yo no tenía cuchillo pero había dientes por el suelo y, más allá, al fondo de un claro, el cuerpo delgado y pisoteado de un tigre blanco y gigante con las rayas rojizas que todavía parecía mirar las estrellas con los ojos entornados. Grant lo había conseguido!, creo que grité hacia dentro y hacia fuera, para buscarlos. Seguí caminando y llegué hasta la cima llena de nieve y de cascabeles que chillaban con el viento. Ahí estaba él, atado, yaciente sobre una manta de pelos de conejo con dos cuerdas de guitarra en los labios y un hilillo de sangre que le partía el dedo índice en dos. 
Cuando los médicos lo recogieron, y yo seguía allí, él seguía sonriendo aun con los ojos cerrados, entre la victoria de ambos lados que era mucho más que la muerte, o que era lo mismo. Del otro tipo, del hombrecantimplora con alcohol destilado, nadie habló nunca, y sus pisadas no se descubrieron. Por eso iría descalzo pensé, aunque quizá tampoco hubiese existido más que entre los dedos y las grietas de mi amigo, mientras tocaba un blues y se quedaba vacío con un susurro entre los labios y una gota de cerveza colgando de sus muñecas. Descalzo en el swing, muerto de apoteosis.




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