No sé por qué siempre les veo en el barro, el barro de dos estacas clavadas en profundidad mística o desconocida (el misterio), y sus movimientos que son de plastilina o de LSD o de formas en sí lánguidas pero con una fuerza que viene de no sé dónde (¿dónde?) hacia no sé qué (hacia el barro desde el barro probablemente), pero en sí: imaginad, un pedazo de cera derretida que se bambolea y se sacude y suelta un gemido lleno de ángeles y de botellas de aguarrás, un gemido de árboles pantanosos y de porros de mariguana y sexo sin piedad (¿es eso el barro?), para luego derretirse del todo como una sopa en el barro y volver a salir de él en un acompañamiento pasivo (ojo, que no incestuoso), del tema principal.
Lo importante es la fuerza. Y la fuerza es movimiento. Acción. Por mucho que sea un desvío en una encrucijada donde la izquierda lleva a la muerte y la derecha lleva a la muerte y el centro es la muerte (¿es eso el barro?), ellos se mantienen y eligen la dirección sur suroeste, intransitada por supuesto, que ni siquiera es un camino y tampoco es una dirección, abriendo matorrales con una daga que ni siquiera pincha, imaginad, una daga, literalmente, sujeta por plastilina: ¿debe eso resistir? Eso es lo más fuerte, lo único que aguanta porque se descompone y vuelve a nacer.
Resurrección: al fin y al cabo, una sonrisa. Resurrección, desde el barro. Un soplo de viento, una flauta tranquila: quietud, no más golpes de puertas, sólo quieren sonido: el gemido de la resurrección.
Mientras los escucho eso es lo que sale con la guitarra y el saxo: una barra de pan fresco: ene alantchi alnorem mi amor, quiero revolcarme en el barro y salir como una pieza de juguete o un trozo de cera derretida, una botella de coñac, ¡un pedazo de sobrasada sangrante! Un pedazo de la comida de las profundidades, del barro al barro, con todos ustedes.
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