jueves, 29 de mayo de 2014

Bill Evans - You Must Believe in Spring

Se movían las hojas los pinos los árboles del bosque que veía desde la ventana y donde iba colocando según caían los cuerpos de los pájaros muertos que chocaban contra el hormigón la pared las radios y estuches de prensa que se amontonaban como cuchillas en los goznes del edificio. Los pájaros muertos también miran el bosque. Los pájaros muertos sonríen y guiñan el ojo cuando pasa una chica bonita en pantalones vaqueros. Los pájaros muertos hablan entre ellos en el idioma de las hojas, y cada vez son más, y el lenguaje se vuelve imposible, y las palabras son estrellas que salen por la noche para alumbrar sus plumas evaporadas.
Los pájaros muertos miraban los pinos arrebujarse bajo la brisa balanceándose por detrás por delante, en un baile que parecía programado para todos nosotros. Ey, pero ellos no querían compartir el piti que yo había encendido, los pájaros sólo querían seguir mirando, seguir sonriendo, eternidad entendida desde un punto quisquilloso, pero quién era yo para decirles nada, yo sólo era una mano, un par de dedos amistosos (intentando) que les recogían en sus caídas y les colocaba sus cabezas con cuidado sobre almohadas de papel, kleenex, tampones usados que encontraba por la calle, ¡quién iba a querer más!, las cosas se apilan unas sobre otras, igual que en la ventana a veces coloco una piedra amarillenta o las colillas de los pitis o los trozos salteados de una lechuga que ayer comí, sólo para ver sus reacciones, para verlos oler el gusano que asciende por la manzana y sonreír con un pico torcido a la señora de la limpieza que agita el carro allá abajo por la calle, para verlos palmear la piedra y abrir el corazón de una patata que ennegrecía su piel saliendo hijos y nietos verdes amarillos como brotes de más brotes sin parar. Los pájaros parecían entender algo y yo no entendía nada salvo que los pinos se agitan cuando sopla el viento y que, detrás de ellos, detrás de ahí, de la brisa y la luna que cuelga de una cuerda como un yoyó universal, hay algo que no comprendo, algo a lo que canto cuando despierto con las manos del revés y los sueños como braguetas que se suben y se bajan muy rápido y muy lento sin llegar a ver qué minga se esconde ahí detrás. Sí, los pájaros entendían que la piedra estaba ahí, que la patata crecía y que sus cuellos se habían partido al chocar, que el hormigón era la muralla de la ciudad y ahí ellos quedaban, prendidos, prendados, cuidando sus patas, lamiendo el nectar que se había escapado en el rocío de la mañana. Los pájaros entendían que no se puede mirar al sol de tú a tú porque él no es nadie, porque él es distancia y los pájaros no sabían de matemáticas ni el número pi, y sólo sabían que él estaba lejos y mis manos que acurrucaban sus patas estaban cerca. Los pájaros entendían que el gusano era un amigo que entendía el más allá, cómo va eso, nadie habla como ellos cuando tienen hambre y uno coloca un platito de manís a su lado para empezar los aperitivos (un vermut, dos cervezas, los pájaros podían beber sin parar y nunca se cansaban), y el gusano sacaba el periódico y todos hacían juntos los crucigramas antes del trabajo, antes de la noche y la continuación. Los pájaros entendían que para ver detrás de las nubes, detrás de los pinos que se agitaban con la brisa y la cuerda del yo-yo (¿tú?), había que volar como ellos y subir y bajar en loops y montañas rusas que las corrientes creaban para ellos como un portal hacia la diferencia, el idioma de las hojas era eso al fin y al cabo aunque cuesta mucho descubrirlo cuando lo único que tienes son dedos para agitar acariciando los picos que no hablan y lo dicen todo.
Los pájaros entendían que yo no entendía nada, por eso eran amables, a veces, silenciosos otras, cuando el camión de basura pasaba por abajo y la ciudad se extendía ruidosa con sus mañanas y panaderos y quioscos que abrían con montones de periódicos apilados en esfuerzo, y más más más, silenciosos entonces, entornando un párpado que miraba brillante la sirena de la ambulancia hasta que el polvo se acumulaba y mis manos sacudían los plumeros de las cabezas y entonces empezaban, vibrando, sonando, volando las palabras y las hojas acaudaladas que a veces el viento les traía para hacerles compañía. Ellos sabían que yo no entendía nada, por eso esperaron a que me levantase la mañana para partir, cuando, con los dedos del revés y la bragueta abierta bien vista, los vi saltar del borde de la ventana y echar a volar por encima de los pinos con sus alas raquíticas y sus cuellos aplastados. Todos volaban más alto según piaba el sol, y el sol no entendía nada porque ya estaban muy lejos, y los pájaros se perdieron en bandada con un guiño que parecía un reflejo, una mano, un saludo, un anillo entornado en las puertas de las nubes, y me paré un instante inclinado en el quicio de la ventana casi a punto de saltar también, porque, de sopetón, había un algo, o un poquito, un pico que ascendía de la bragueta, que me parecía entender.

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