
Ese era su juego favorito, aunque llamarlo juego sería como decir que jugaba porque jugar era su vida, con lo cual también se podría decir: esa era su vida favorita y sería lo mismo, porque a veces cerraba los ojos y escuchaba como muy de fondo, casi como un susurro, el acompañamiento de alguna trompeta o una escobilla que apenas roza los platos de la batería y entonces, entonces, había una pequeña sacudida en el agua, y también un escalofrío en los tendones de sus dedos y un espasmo en su bigote de gentleman inglés que le hacía abrir sus ojos y agarrar con fuerza la caña de su clarinete, y entonces, entonces él SOPLABA al revés, con los graves más graves de un instrumento, y mientras las notas se alzaban hacia el humo, alzaban de las profundidades las sombras más pequeñas y el cuerpo más grande de un crustáceo galipódolus, un hermano de sangre del pez fantasma en su versión de ballenato.
Después, después el agua quedaba tranquila y el pez fantasma se esfumaba en el humo de un cigarrillo larguísimo que él aspiraba sonriendo, cerrando los ojos, tocando tranquilamente el cierre de una pieza en do menor que es la misma pieza que ahora se puede leer aquí (con matices, claro), mientras esperaba recostado el momento, el tiempo exacto, la entrada perfecta para el siguiente tema, el timing que le haría buscar entre las sombras el brillo de un pez dorado en las profundidades, que le haría soplar las notas que elevaban el humo y las nubes lamidas de alcanfor; esperando la tranquilidad de la meditación del swing, lo que otros llaman la cara oculta del pez sonido, el tiempo en el que cuando se mira, se toca hacia dentro pero se vive hacia afuera.
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