Les importa un pepino si la gente pide chupitos de María y Magdala o se sacan los mocos con las servilletas del McDonalds que se han llevado con el menú, ellos están como si no estuvieran, en su mundo (en su sonido) y en su música, que es como una sobreexposición de un fotograma a todas las millones de luces que estos tíos deben de haber escuchado.

A veces parecen de banda sonora de Tarantino y a veces de grupo heavymetal con sus chirridos y sus rasgados, pero en el fondo, en su aglomerado militante, hay una coherencia brutal: una inquietud de descampado. Un pasto raleado y vallas electrificadas, una batería descuartizada y tres trozos de pared donde algún niñato ha pintado dos pollas entrecruzadas como si fueran el comienzo de una bandera pirata. Al fondo se ven los luminosos y los neones de putis y hoteles y casinos y casas de apuestas, y se ven los edificios grandes de cartón ladrillo (todos muy postindustriales) con vayas de anuncios de tías en pelotas que te venden trozos de lechuga clandestinos.
En ese descampado es donde tocan, mirando el cielo lleno de ruido ambiente y aviones de carga. Esa es su inquietud. Y ellos, despacio a veces o muy rápido, van llenando el silencio para que al final, gracias a dios!, aparezca un gato gigante o un chico con patatas fritas o una señora en paños menores que les arregla los cables y tira un beso al infinito (eso que en su idioma se llama "Cicatrizando el aire").
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