Tranquilamente, el profesor señalaba con su ballesta los puntos de carne muerta, nombrándolos uno a uno, siguiendo por alguno de esos huesos que parecían revivir recubiertos de oro u otra luminaria, llegando hasta uno de los dos ojos que aún seguía mirando de reojo, siguiendo el recorrido de la ballesta por la clase, observando los pupitres donde todos bostezábamos, llegando al mío, deteniéndose, guiñando un párpado con un gorjeo que parecía ser el sonido del agua espumosa que aún rondaba sus esfínteres. Me quedé muy quieto, tranquilo (puede que sonriese un poco) pues aún recordaba el incidente de las faldas, allá en el campo de mi pueblo, cuando mi padre me perseguía para atizar el pico de su loro preferido contra mi trasero, cuando, en plena huida, al torcer una esquina, conseguí esconderme entre los pliegues de una falda que pasaba por ahí. Al abrir los ojos todo mi cuerpo estaba del revés, en el esbozo de un mechón rojizo que zumbaba por encima del maíz, esa chica tumbada, yaciendo con las piernas abiertas, preguntando al aire cómo se llamaba su secreto. El aire respondía: la matriz. Pero ella se reía: no no. Y el aire, en un remolino que levantaba un ligero polvo amarillo, aventuraba de nuevo: tu huevo de oro. Y ella seguía riéndose: no no. Cuando, aún volando por dentro de ese mechón, se me ocurrió decir: el túnel de la ballena. Y ella, sorprendida y un poco asustada, se golpeó la oreja con la mano desocupada y apretó con la otra aún más fuerte hacia su interior. Sentí un cosquilleo desde los sobacos hasta la entrepierna y me empecé a deslizar. Me acordaba de ciertas partes del cuerpo de mi padre: su mano que sostenía el poste de la luz en la noche de una cabaña, sus fuertes brazos que apretaban el fuego en la chimenea donde todos nos acurrucábamos para dormir. Precisamente por eso no sabía si salir o no: qué pasaría si me encontrase, y más aún, qué pasaría si me encontrase en mitad de los campos del vecino entre las piernas de una chica que no dejaba de reír al viento. Era un risa llena de guturales, que parecía ahuyentar cada una de las golondrinas que siempre se posan para descansar en el maíz. Era una risa, de todas formas, un poco triste, ligeramente ausente, como si le faltase un pedazo de uña con la que rascar del todo su interior (un pedazo de otra uña que, a lo mejor, pensé, se le habría caído al atizar las moscas en el camino que lleva hasta los maizales). De todas formas, me dije, por mucho que el olor aquí sea mucho más agradable que el de cualquier otro patio de butacas donde dormitar, qué vas a hacer, qué hay de lo otro, así que seguí resbalando por conductos y tuberías que me llevaban, derramado, con un gemido y un sollozo que se escuchaba a lo lejos, escurriéndome entre los dos dedos que buscaban la campanilla del final, abriéndome un hueco entre las piernas hasta que al final aparecí, todavía un poco girado, entre el maíz que se aplastaba bajo su cuerpo.
Ella me miró como si me hubiese estado esperando.
El túnel de la ballena, dije mirándola a los ojos, sonriendo, todavía empapado.
Lo último que me dio tiempo a ver fue su cabeza. Sus ojos grandes y azules que me miraban, sonrojados entre la paja, como si fuese el único hombre que había conocido en el mundo, el único ser del que esperaba algo. La única moneda que oía tintinear al caer sobre las losas de una fuente vacía. Parecía querer decirme algo, una palabra que se escondía en sus pupilas llenas de ese algo que no dejaba de removerse. Pero sus labios parecían querer decir otra cosa, y temblaban al mismo tiempo que sus ojos hacían un esfuerzo enorme por no cerrarse. No sé qué batalla se libró, no sé cómo fueron las idas y venidas en ese campo de lodazales y piernas cercenadas. Lo último que vi fueron sus ojos que se apretaban y sus labios que hacían un agujero, abriéndose, dirigiéndose a mí con un enorme NO en el que me sentí caer, diminuto, al mismo tiempo que la figura de mi padre aparecía, gigante, por detrás y me levantaba como a un sombrero en el aire. Ella desapareció y yo también, un poco, al menos, de otra forma, seguramente mucho más cuando mi padre me mandó a ese internado donde, un tiempo después, observaba el ojo de la ballena que me guiñaba su interior y en el que podía ver un remojo de ese algo que se había removido dentro de ella. Qué era, qué podía ser. Disecciones abstractas, pensé, la idea que se vuelve desde la realidad, desde la emoción, y se pierde cuando la señala la ballesta con la voz del profesor aullando entre los alumnos: venga, decidme chicos, qué es, cómo se llama.
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