Había café pero estaba frío. Teníamos ojos, pero eran como rendijas que todavía no se adecuaban a la luz. Queríamos movernos, pero todavía era muy pronto o muy tarde y sólo se nos ocurrió poner un disco al azar y abrir una cerveza y mirar las paredes llenas de grapas que alguna otra noche habíamos colocado muy muy arriba, con alguna foto de alguna chica ligera de ropa que nos enseñaba el pompis.
Creo que alguien quería ducharse, o alguien quería vomitar, o todos lo intentábamos sin éxito porque estábamos pegados a la superficie del sofá, cuando sonaron dos patadas en la puerta. Éramos incapaces de movimiento y por eso, después de la puerta, sonaron nudillos en las ventanas, gritos y golpes y piedrecitas con las que los niños querían hacernos despertar. Alguien subió la música (y el disco empezaba a animarse) y alguien recordó que era el cumpleaños de uno de los pequeños.
Creo que todavía hablábamos mirando la pared (sus grapas) cuando hubo otra patada, tan bestia que estuvo a punto de tumbar la puerta: de cualquier forma iban a entrar: eran niños: era su fiesta: tumbarían la puerta si hacía falta: querían beber con nosotros y fumarse un piti con los dedos como si fuesen pinzas de depilar.

El niño todavía estaba en sus brazos, pero ahora ambos estaban por el suelo revolcándose como osos verdes y diminutos con toneladas de miel que nos hacían desear más música, más y más risas, más, mucho más ruido. Supongo que por eso Sticks sonó unas cuarenta veces, hasta que todos estuvimos extasiados y con la bilis cayéndonos por las braguetas y con tantos pitis en el cenicero como si hubiesen pasado horas de noche en ese baile, una danza que era al mismo tiempo un rito de iniciación para ellos y para nosotros, para salir a la calle (al bar de enfrente) y despedirles con un abrazo y un luego nos vemos, y empezar la mañana, con otro piti y otra cerveza, con los gritos y las risas y las patadas de los niños que todavía zumbaban en nuestras frentes como un tren de carga que lleva miles de vagones enganchados a sus tripas.
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